Capítulo 36 (breve)

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¿La felicidad duradera existía?

Estaba nerviosa, no era la primera vez que se hallaba en ese estado caótico cuyo único culpable y responsable estaba a pocos metros de ella, en una aparente actitud sosegada y que parecía no perturbarle lo que le rodeaba ni siquiera la amenaza de lluvia que había sobre sus cabezas. Habían desafiado a los dioses del tiempo, preparando una cesta improvisada de comida y hacer un picnic por los terrenos. Con la excusa de que no había servidumbre cerca ni en la casa, se hallaba completamente a solas con su esposo. Parecía que no se había acostumbrado al grado de intimidad con él. Seguía tímida en ocasiones como aquella, sin estar preparada a sus avances o a sus gestos inesperados hacia ella. Aunque ahora era un león dormido. 

Lo miró con gusto, solo le entorpeció el sombrero que le tapaba sus ojos y parcialmente su rostro masculino. 

Pobre, estaba cansado. 

Debía ser más considerada con él, pensó con malicia ya que no fue culpa suya que irrumpió su baño y estuviera haciendo cualquier cosa menos dormir. Como no había dormido, había aprovechado para salir para echarse un rato, un rato que pareció alargarse, momento que aprovechó ella para mirarlo. Una idea repentina se le ocurrió en su mente. 

No iba a ser tan malvada como él lo fue con ella. 

Cogió una flor de la tierra y con tranquilidad fue acercándose a su cuerpo inerte. Sin remordimiento alguno, le quitó el sombrero de paja y parecía tan rendido en su sueño que no apretó los párpados cerrados ante haberle quitado la sombra de su cara.

— Milord no puede dormir — le acarició con la flor cada facción de su cara: sus cejas, su nariz, sus labios, su mentón...  —. ¿Qué será de él si lo ven aquí, holgazaneando, ignorando a su adorable esposa que está mortalmente aburrida?

Lo siguió acariciando hasta que lo escuchó decir.

— He despachado a todos los sirvientes, ¿no me permitís este momento de solaz?

Había hablado sin abrir los ojos; no estaba dormido como le había hecho creer. O sí, y lo había despertado. 

— Haberlo pensado mejor anoche; ¿a quién se debe que nos quedamos desvelados?

Jadeó sorprendida cuando el caballero se cernió sobre ella y la empujara hacia el mantel, tendiéndola. No salió indemne con el choque de sus cuerpos, su cercanía, su solidez.

— Si no recuerdo mal, no tuviste ninguna queja. ¿Cuál es el problema de ahora? — miró con odio la flor y se la quitó —. Una buena táctica para despertarme, querida mía. 

Ahora le tocó a él de cobrarse su hazaña, pagándole con la misma moneda. A ella, sí que le hizo cosquillas, riéndose. No se percató de que había parado. 

— ¿Qué ocurre? — aún con la risa recorriendo por su cuerpo.

Su expresión seria e inescrutable le detuvo el corazón; se preocupó realmente.

— ¿Michael?

Se sobrepuso rápido cuando la escuchó y le depositó un beso en su palma.

—Perdóname; no es nada — echó una mirada hacia el cielo —. Es mejor que recojamos, sino, nos caerá una tromba de agua.

Ariadne asintió, tenía razón. Aun así, se quedó inquieta por la expresión que había sido testigo por unos segundos. ¿Por qué se había quedado callado? ¿Era algo que había hecho mal sin haberse dado cuenta de ello? ¿O se lo había imaginado? Pudiera ser esto último ya que él volvió a ser el mismo de antes. Antes de que se materializara el agua, recogieron las cosas y dejó que su mano envolviera a la suya. Corrieron como dos adolescentes escapando de unos monstruos, pero estaban escapando de la lluvia que empezó a caer sin importarle los seres mortales que pillaba a su paso. Se empaparon cuando llegaron a la entrada del servicio. En el umbral miraron la estampa de fuera sin poderlo creer que hacía unos minutos habían disfrutado del picnic.

— De la que nos hemos librado.

Apartaron las miradas del cielo que parecía estar cabreado desplegando su furia con relámpagos y truenos. O era Thor jugando con los rayos. Se miraron y al verse con las pintas que llevaban, se rieron.

— Buen día se ha quedado sin tener al personal presente  — dijo Michael al sentir el silencio de las cocinas. 

— ¡Qué remedio! — le palmeó el brazo —. Nos tocará hacer nosotros las tareas. 

Michael se rascó una ceja.

— ¿No tendrá miedo?

— ¿Yo? ¿Quién ha dicho miedo? Me ofende terriblemente — dramatizó tanto hasta el punto de llevar una mano al pecho dolido —. Estoy capacitado para resolver asuntos más peliagudos y en peores circunstancias que esta.

— Entonces, te tomo la palabra.  ¿Sabes encender el fuego?

Depositó la cesta y el mantel que aún llevaba en las manos encima de la mesa, y se acercó a su impertinente esposa.

— Sé encenderlo entre otras cosas. Creía que te lo había demostrado.

El ambiente se espesó como siempre ocurría estando muy cerca, salvo que Ariadne rompió la burbuja, entregándole leña que había estado pilada cerca de la chimenea. 

— Bien, porque hay quitarse las ropas mojadas y secarlas. No, no vayas por ese camino; no nos podemos entretener. 

— ¿Qué camino? — le levantó las cejas, inocente en su pregunta —. No he dicho ninguna palabra.

— Pero lo piensas — reafirmándose en su postura, se cruzó de hombros —. ¿Acaso no...? ¡Olvídalo!

Ariadne se lamentó un poco el haberse apresurado y delatado. Cabeceó y fue caminando hacia la escalera del servicio. Al poner un pie en el escalón, sintió que la cogía suavemente del codo y la retenía. Se inclinó sobre ella, cortándole el aliento. Siempre tenía ese efecto en ella. 

Lo odiaba. La fascinaba. 

— Ay, querida. ¿Nunca ha escuchado que caperucita debe escaparse del lobo?

La joven despegó los labios repentinamente secos.  

Entró en su juego y mintió.

— No, ¿por qué debería escapar?

El corazón iba a mil cuando sintió su mirada posarse en sus labios y sonreír lobunamente. 

— Porque voy a por ti. 

Porque no soy ella (BORRADOR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora