Capítulo 26

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Era el ser avaricioso, él que tenía y quería más, mas si había probado el paraíso,  ¿quién le podía culpar por querer más?

En ningún momento desde que fue iniciado en el mundo del placer,  se consideró un hombre impaciente y codicioso. Mucho menos, frustrado y avaricioso. Tras sus encuentros amorosos, no había buscado migajas de sus amantes, ni había estado expectante ante el próximo movimiento de alguna de ellas. ¡Nunca había perseguido el rastro de cualquier fémina que le había interesado! Ni siquiera lo fue con Anne cuando lo que sintieron ambos fue genuino y recíproco.

Bien cierto era que, tras su regreso a Devonshire, cedió al impulso de buscarla y reclamarle por su traición a su persona, sin nada planeado que el ver con sus propios ojos lo que su padre una vez le dijo. Nunca lo amó, ni le interesó su amor.

 No podía negar que cuando la vio, fue como revolverle los sentimientos y recordar lo que una vez  fue dichoso con ella. Salvo por un detalle. Aquello no fue lo mismo. Estaba casada, era un hecho.  Aunque la dama en cuestión le había prometido que seguía pensando en él. Hubo más encuentros que no llegaron a más que el verse y robar una caricia que otra, aceptando que aquello iba a tener pronto un final en cuanto tomara los esponsales, sintiendo la rabia e impotencia que sintió cuando su padre le dirigió su vida sin tener en cuenta sus decisiones y sentimientos.

No, Anne no contaba. 

Reprimió las ganas de gruñir y continuó con lo que estaba haciendo: revisar papeleo y firmar. Una tarea que no tenía nada que ver con que su mujer tuviera el gusto por la jardinería. No tenía nada que ver con ella, si no fuera porque tenía grabado con fuego su aroma y su sabor en sus sentidos, en sus pensamientos.

 Por más que lo intentara en aparentar una postura más recta, las ganas de buscarla eran imperiosas. Se pasó una mano por la cara, recordando lo agotador que fueron el almuerzo y la cena sin poder acercársele para rematar lo que había dejado a medias. Únicamente, se limitó a ser un caballero y buen compañero de mesa. Porque su esposa pudorosa y recatada no se imaginó cómo le había dejado, como cual perro hambriento que había sido privado de su comida favorita. Seguramente, si fuera consciente de ese hecho, se habría jactado de ello sin ninguna misericordia a él.

No, Ariadne no era de esas mujeres superficiales, vanidosas y coquetas que eran conscientes de su poder femenino y lo usaba para su beneficio. 

Miró la vela que se estaba consumiendo y se acordó lo tarde que era. Ni había ordenado que encendieran más velas, dejándose la vista en ello. Podía apostar que Ariadne estaría contenta de que no la visitara esa noche, como la anterior, durmiendo tranquila en la cama. Lo cual le generaba más inquietud. Tampoco, se consideraba un hombre presumido en cuanto a sus habilidades en la cama. Solo que... había querido que lo deseara un poco. 

— ¿En qué locura estoy pensando?

Con un golpe mental, se obligó a no pensar en ella convenciéndose una vez más que lo que estaba sintiendo desaparecería pronto.  No sería la primera vez que se interesaba en una mujer y, al poco tiempo de haberla conocido, su interés se había esfumado. 

Sí, su interés desaparecería pronto. Era cuestión de esperar y todo siguiera con su curso. Mas esa noche parecía que estaba en su contra, en su convencimiento y en sus creencias. Muy convencido estaba. Tenso como una cuerda observó cómo la puerta se abría para ver aparecer a la reina de sus molestias, que un principio no se percató de su presencia porque fue directa a los estantes, ignorándolo.

Apretó la mandíbula e intentó ser indiferente a su presencia, aunque no lo fue porque su atención fue atrapada por el camisón diáfano que llevaba y este dejaba entrever sus curvas con el candil que aportaba en una de sus manos. Darse cuenta de que quizás no podía dormir, no siendo él, el único, le complació un poco.

 Salvo que su desvelo no tenía nada que ver con él, con lo cual le irritó más y ese pequeño placer desapareció. 

No se inmutó, ni habló, no queriendo asustarla, bebiendo de su imagen como cuán borracho que no había probado gota de alcohol en meses o en años, salivándole la boca y hormigueándole las puntas de sus dedos por querer tocarla. Parecía una colegiala con la trenza y el camisón de cuello alto.

Saber de su distanciamiento como el que pudiera estar cerca, lo dejó más frustrado aún. Debía estar revisando el papeleo.

Sí, debía...

Pero su esposa  no se lo puso fácil al querer alcanzar algún libro del estante de arriba. Parecía ser que había olvidado usar la escalerilla que había en la biblioteca, siendo obcecada en su intención de ser ella misma que lo consiguiera. Podía haberla dejado, dejar que lo consiguiera o que se le cayera. Pero no fue así, adelantándose  y delatando su presencia ante ella. 

— Podía usar las escaleras — no evitó que su voz sonara más áspera de lo normal, asustándola.

No le preguntó si era ese libro o no, solo que lo cogió y se lo tendió. Se recompuso de la sorpresa y musitó un apenas audible gracias. Era evidente que no era su persona favorita.

— No pretendía... Pensé que no había alguien aquí.

 Michael estaba seguro que si lo hubiera sabido, no habría entrado, pensó con una sonrisa sardónica, impulsado a acicatearla más.  

No lo hizo.

— ¿No podía dormir? — una pregunta inocente, nada de lo inusual.

La joven negó con la cabeza, haciendo que su gesto fuera más reservada, sin permitirle que profundizara más en la conversación, aunque él quería profundizar en otra cosa. Hizo el gran esfuerzo de mantenerse en su sitio.

— Bueno, puede coger el libro que quiera para leer. Es su biblioteca; todo mío es suyo. 

No sabía que le gustaba leer, ni tampoco que hablaba con las rosas. 

Una caja de sorpresas, sin duda.

— Gracias.

Al oírla, Michael deseó que fuera de otra manera.

 ¿Se estaba volviendo loco? Si no fuera porque le respondió arisca antes, le habría hecho el amor en el invernadero sin importarle si era el mismo suelo donde lo hacían. 

No pudo más y la cogió del mentón; su mirada no pudo esquivar la suya y él se adentró en su iris color chocolate. No supo cuánto tiempo pasó así, mirándola, sintiendo que la cuerda de su control podía romperse. 

— No quiero que me lo agradezca — quería su entrega, pero no podía a obligarla a responder como él quería y cuando se le antojaba —. Discúlpeme, estoy demasiado cansado. Esta noche no la molestaré.

Ojalá esa fuera la verdadera razón. 

— Buenas noches. 

Porque no soy ella (BORRADOR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora