Capítulo 8

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El día se había despertado cargado de electricidad y de unas inmensas nubes grises, el calor de la temporada seguía golpeando sin descanso y la ausencia de Luisita en el taller habían hecho que esa tarde todo pareciese el preludio de un final.

Cuando llegó a casa, tras ocho horas de trabajo, Amelia tuvo una especie de epifanía, comprendió que su vida sería así; trabajo - casa, casa - trabajo, entendiendo "casa" como más trabajo, porque, en cuanto entró, lo primero que recibió fue una orden de su padre para que le arreglara las mangas de su chaqueta de Guardia Civil. Una  vez terminado aquel deber, se fue a la cocina con su madre. Contra todo pronóstico, la cocina se había convertido en su espacio favorito de la casa junto con el de su madre. En aquella estancia se sentían libres y seguras, seguras porque sabían que Tomás nunca pisaría esa zona de la casa, una zona que solo era para mujeres, para ellas. En cierta manera, tenía su encanto poder decir que la cocina era su lugar, un espacio donde ellas lo controlaban todo o así se sentía, con la capacidad de decir qué cocinar, cuánta sal echar, qué cantidad. Era su dominio y también donde Amelia le sacaba información a su madre. 

- ¿Qué tal? 

- Muy bien. - Miró a su hija dedicándole una sonrisa, tenerla en casa era su alegría. - Ayúdame,  pela estás patatas, no sé como lo hacen pero tus hermanos las devoran. 

- Si, bueno,  es su comida favorita, podrían alimentarse a base de patatas. - Rio contagiando a su madre. 

Aquellos ratos, tanto para Amelia como para Devoción, se sentían como un pequeño oasis en mitad del desierto, un lugar donde poder relajarse, donde bajar la guardia y reír y hablar sin miedo a malas palabras o reproches.

- ¿Qué tal con Rosa?

- Bien, mucho trabajo. - Respondió lo morena. 

- Está muy contenta contigo... y con Luisita. - Amelia la miró extrañada. - Me la encontré el otro día en el mercado, me mencionó que Luisita y tu hacéis muy buen tándem.

- Sí, bueno, nos entendemos, son muchos años juntas. 

- Me lo dices o me lo cuentas, si apenas habías aprendido a andar y ya te ibas corriendo detrás de ella. Fue tu primera amiga. - Contestó nostálgica. 

Si cerraba los ojos podía ver a su pequeña de rizos de carbón persiguiendo a Luisita, con sus dos coletas, a través de la plaza y gritando que nunca le alcanzaría. 

- Y única. - Lo dijo casi sin pensar,  sacándola de aquel recuerdo.

-¿Única?  tienes muchas más amigas. - La morena la miró retándola a que diera nombres. 

El tipo de vida que llevaba le había impedido entablar relaciones, Luisita era su única amiga porque la rubia se empeñó en serlo, porque se escapaba de casa y se colocaba en la suya cuando su padre estaba de noche, porque se iba por el camino más largo al colegio para poder encontrársela en la esquina del quiosco. 

- Había una chiquita, muy maja, como se llamaba... Sara, Sara también era tu amiga.

- No, fue mi compañera, nunca jugó conmigo, tenía miedo a papá. - Dijo resignada. - Nadie se acercaba a mí porque le tenían miedo. 

- Menos Luisita. - Sonrió su madre. 

La rubia no era santo de devoción de Tomás pero su madre la adoraba, había visto en numerosas  ocasiones como se había cuidado de su hija, las había escuchado reír en el cuarto cuando horas antes Amelia lloraba desconsolada por culpa de Tomás y sabía que esa risa solo se la provocaba Luisita  ¡Cómo no iba a quererla si era la única capaz de hacerla feliz! 

- Tampoco necesito más, la verdad. - Confesó.

- Bueno, también tienes a  Carlos y a Jesús. - Añadió 

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