Capítulo 17

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No lo quiso pensar. Pensar le hacía dudar y, ahora mismo, lo último que quería era cambiar de idea. La decisión de irse estaba tomada por múltiples razones, sabía que era lo mejor, no solo para ella si no también para Luisita. Era el momento de estar con ella, de apoyarla y de seguirla a Madrid y al fin del mundo. ¿Cuántas veces había estado Luisita para ella? ¿Cuántas noches se había pasado acurrucada entre sus brazos? No había motivo para no ir, al contrario, había demasiados. 

Cerró la maleta roja donde había metido todo lo imprescindible, sacó una pequeña bolsa de tela y contó todo el dinero que había ido ahorrando los últimos años. No era mucho, pero con lo que tenía podrían quedarse en algún hostal de la capital un par de noches hasta que pudieran localizar a Clara. Sentía un cosquilleo recorriendo su cuerpo, el corazón le latía apresurado y tenía unas ganas inmensas de que fuera ya mañana, de que las horas pasaran lo más rápido posible y su idea de ir con su amiga no cambiara, que el miedo no apareciera durante la noche y le obligara a cambiar de camino. Se aferraba al gesto de su hermano, a los ojos de Carlos exigiéndole más pero, sobre todo, se aferraba a la sonrisa de Luisita, a las mariposas que le revoloteaban en su interior cuando sus miradas se encontraban y en ese último beso que llenó toda la inmensidad de su interior. Era con ella con quien quería pasar el resto de su vida, no en Santa Amalia amarrada a un hombre que no quería, atada a una rutina donde su mejor amiga dejaría de existir. 

Las horas que no pudo dormir las dedicó a pensar en su rubia, en la cara que pondría cuando a la una menos diez de la mañana, Luisita era de las que apuraban, la viese en la estación, al lado del autobús con su maleta y una bolsa con dos bocadillos, porque Amelia le había preparado su bocata favorito: jamón con tomate. Un clásico.  Una hora antes de salir de casa, las dudas comenzaron a salir, había fingido estar mala para no ir a trabajar y su madre no había cesado de entrar, cada cinco minutos, en su cuarto para comprobar que estaba bien. Cuando la vio entrar con un vaso de leche caliente sintió un fuerte golpe en el estómago que apretó con fuerza el nudo que había comenzado a formarse en su interior. Los cuidados de su madre y aquella mirada vidriosa le hicieron sentir una nostalgia anticipada, se iba de casa y su madre no lo sabía. ¿Cómo le iba hacer eso? ¿Cómo se iba a ir de casa sin decirle nada?

- ¡Mamá! - La llamó con la voz tomada, tragaba saliva con la intención de aclararse la garganta y encontrar algo de valor en aquel gesto, pero el valor no estaba, en su lugar los nervios la aprisionaban.

- Dime cariño...  - Aquella voz dulce se clavó en el pecho, muy adentro.

La observó con atención, fijando la mirada en el iris de su madre, en un iris clavado al suyo, reconoció en su expresión la pena que ella había comenzado a sentir, esa tristeza que se pega y no te deja, que te atrapa y no te suelta hasta que tu mirada se opaca y tus movimientos se convierten en gestos automáticos. 

No se atrevió a decirle nada, el nudo del estómago había ascendido hasta su garganta bloqueando cualquier palabra y cualquier intención. Era demasiado para su madre y para ella. Una despedida deseada pero temida. No quería ver las lágrimas de su madre convertidas en excusas para quedarse. Tenía que irse.

Se levantó de la cama y sin mediar palabra, se lanzó a los brazos de su madre que los recibió con fuerza y extrañada, pero agradeció aquel gesto,  ese sentimiento de afecto y de cariño transformado en un abrazo capaz de romper miedos y juntar las ganas. 

No lo escuchó, pero un "te quiero" salió de sus labios en un hilo mudo. Volvió a aferrarse a su cuello como cuando era niña y apoyó la cabeza en su hombro dejando caer parte de su peso. Sintió los finos dedos de su madre acariciar sus rizos y con un movimiento apenas perceptible le dejó un tierno beso en la coronilla. 

- Será mejor que vuelvas a la cama... - Murmuró. - Tienes que estar bien si te vas a ir.

Se paró en seco. ¿Había escuchado bien?

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