Capítulo 2

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Regresó a casa con aquella pesadumbre en el pecho, detestaba esa impotencia, ver a Amelia en las manos de su padre y tener que quedarse de brazos cruzados.

En cuanto llegó pudo percibir un delicioso olor procedente de la cocina, fue directa y se encontró a su madre, con el pelo recogido y el delantal, canturreando mientras se horneaba un bizcocho de limón; el favorito de su padre.

- ¿Y esto? - Señaló el horno mientras se sentaba y picaba un poco de pan.
- Tu padre ha invitado a Tomás a tomar café.
- ¿Al padre de Amelia? - Preguntó extrañada.

Tomás y su padre apenas interactuaban, tenían amigos en común y algún que otros ideales, pero sus profesiones y sus estilo de vida les impedían mezclarse. Marcelino era el dueño del único bar del pueblo y alguien de esa "calaña" no podía juntarse con el gran guardia civil Tomás Ledesma. Esa diferencia de clase social era uno de los tantos motivos por los que el padre de Amelia odiaba a Luisita; su hija merecía más.

- ¿Vendrá Amelia? - Deseó que así fuera.
- No creo, a tu padre no le gusta que os encerréis en tu cuarto.
- Prefiere encerrarme sola en casa. - Masculló.

Manolita dirigió una mirada reprobatoria.

- Sabes que es verdad.

No le contestó, Manolita era de esas mujeres que manejaban los silencios como los funambulistas, sabía estar en equilibrio entre la oralidad y la ausencia de palabras. Muchas veces sus silencios callaban rumores e incluso discusiones. En el pueblo siempre se decía que la mujer de Marce valía más por lo que callaba que por lo que contaba y era cierto. Ser la esposa del propietario del bar la convertía en la custodia de  los secretos y de los rumores y a pesar de saber todo de todos nunca decía nada, por eso era tan querida, porque su silencio era sinónimo de discreción y de lealtad y porque a pesar de estar tras la barra, escondida en la cocina, nunca juzgaba. El silencio del que alardeaba se extendía en su semblante, siempre neutro, sin ninguna mueca de juicio de valor. Ella sabía pero no juzgaba.

- ¿Puedo poner la radio?

Luisita era todo lo contrario, odiaba el silencio, para ella era la antesala de que algo malo iba a suceder. El silencio siempre estaba cargado de un dramatismo que ella detestaba. Comenzó a detestarlo tras la muerte de abuelo. El día que él murió todo se inundó de silencio, de un silencio que cortaba, alargaba los minutos y los convertía en golpes, tenía la capacidad de hacer corpóreo lo etéreo, de convertir el aire en losa. La muerte siempre iba precedida de silencio y ella lo odiaba.

- Claro, pero no muy alto.

Se acercó a la radio, que estaba en la mesa de la cocina, y  la sintonizó, la canción "Chica yeye" de Concha Velasco comenzó a sonar por el altavoz llenando de melodía el cuarto, Luisita no tardó en unirse con su voz aguda utilizando el pan como micrófono mientras danzaba  divertida por la cocina ante la atenta mirada de su madre que contenía la risa, debía admitir que ver aquel brillo en ella le alegraba el alma. La vitalidad de su hija era una de las cualidades más admiradas en Santa Amalia, la dictadura de Franco había sumido a la pequeña localidad extremeña en un profundo estado de letargo donde la vida se limitaba a una consecución de días y de tradiciones. Luisita era uno de esos días de fiesta llenos de color y música con un sol resplandeciente y con la ilusión como bandera. Le recordaba a su hermana Clara con la misma tenacidad y con las mismas ganas de comerse el mundo.

- Esa canción era la favorita de tu tía. - Contó su madre.
- ¿Has hablado con ella? - Era mencionar a Clara y como si de un resorte se tratase en su rostro se dibujaba una sonrisa.
La única persona capaz de conseguir ese efecto en ella, además de su tía, era Amelia pero aún no era muy consciente de ello.
- No, me dijo que me llamaría a final de semana, que iba a estar muy ocupada.
- La vida de la gran capital. - Saltó Luisita con anhelo. - Mamá ¿crees que podré seguir los mismos pasos de Clara? - Preguntó dubitativa.

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