Capítulo 11

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Amelia y Carlos. 

Carlos y Amelia

Dos nombres propios que no podía quitar de su cabeza, merodeaban entre sus pensamientos secuestrando cualquier atisbo de razonamiento, inquietando y removiendo el fondo de sus emociones, en especial uno de ellos: Amelia.

¿Cuántas veces había pronunciado su nombre? ¿Cuántas veces había dejado que sus sílabas resonaran en el paladar de su boca? Sin embargo, aquel nombre, en cuestión de horas, había adquirido un nuevo añadido, a él se le sumaba un segundo nombre, un nombre masculino que nada tenía que ver con ella ni con su amistad. De pronto, el binomio Luisita y Amelia pasó a ser Amelia y Carlos. Y aquella sustitución de sustantivos la hirió más que cualquier rechazo o cualquier conducta evitativa de su amiga.

Paseó alrededor de su casa, sin llegar a entrar por temor a encontrarse con los ojos de su madre y acabar por romperse, temía lanzarse a sus brazos y soltar aquella presión de su pecho que formaba su nombre. 

¿En qué momento Amelia comenzó a doler tanto? Se preguntó con los labios fruncidos y los ojos llenos de lágrimas, apenas reconoció el instante en el que su amistad pasó a ser algo más. Un algo que se identificaba con todo lo que había leído sobre el amor, un algo lleno de sonrisas al ver su rostro, con cientos de mariposas revoloteando en su interior, con la capacidad impresionante de hacer pasar el tiempo a la velocidad de la luz y siempre queriendo más de ella. De Amelia, de su amiga de la infancia, la que le había visto llorar por primera vez cuando perdió a su gusano de seda entre las hojas, la que descubrió que los Reyes Magos eran los padres e intentó ocultárselo a pesar de los comentarios de Jesús y Carlos, la que dormía las noches de tormenta en su casa por miedo y le pedía que leyera los libros de su tía Clara. 

Siempre quería más, pero no sabía el qué, sentía aquella frustración del deseo y del desconocimiento, un sentimiento que fue creciendo con los años y con el roce, un sentimiento que se convirtió en la vitalidad de sus días, en un motivo para sonreír y para creer que todo merecería la pena... hasta ahora.

La imagen de ellos dos abrazados se clavó en su retina con la misma rapidez que un rayo cuando toca tierra, sintió la descarga en sus poros y un intenso dolor punzante en el centro de su pecho. Su corazón se detuvo y todos los planes de sueños y futuro se derrumbaron enterrándola en sus propios escombros. Contuvo el aliento, contó hasta diez anticipando el estruendo del trueno que anuncia la tormenta, un estruendo capaz de romper el cielo, pero en su lugar, llegó un inmenso vacío, una insultante decepción que recorrió su piel envolviéndola en una vergüenza ajena. 

Todo dolía, la sensibilidad estaba en carne viva y Amelia y Carlos se clavaba cada vez más hondo, rascando y rasgando, abriendo una herida que parecía no querer cerrarse. Una herida con nombres y apellidos. Recordó su boca entreabierta, aquel instante de beso, un segundo más y un centímetro menos para rozar sus labios, un segundo que nunca ocurrió. En su lugar, aquellos labios añorados serían besados por Carlos, por un hombre, una persona ajena a su realidad, pero llena de privilegios simplemente por ser quien era.

Tuvo que sentarse en un banco cerca de su casa, las piernas le flaqueaban y el llanto había bloqueado su capacidad para coger aire, notaba la falta de oxígeno y unas horribles ganas de gritar y maldecirse a sí misma le invadieron hasta el rincón más íntimo. Agitó la cabeza con la esperanza de eliminar la imagen de Amelia y Carlos, pero seguían ahí, reflejados en la pared de piedra de la iglesia. Y volvió al llanto, a la desolación de quien comprende que su amor nunca será correspondido. Y regresó al llanto desgarrador, al deseo de querer olvidar y borrar los sentimientos que Amelia había plantado en ella. 

La odió.

La odió con toda su alma por ser tan perfecta, por los rizos que le hacían cosquillas cuando dormían juntas, por sus palabras llenas de aliento, por su forma de caminar y contonear las caderas. 

Se odió por haberse enamorada de su mejor amiga. 

Se odió por no haberlo frenado, por dejar que el amor fuese más habilidoso que ella.

 Odió ser ella y no él. 

Con el corazón pesaroso y los ojos rojos, llegó a casa y abrió el portón principal sin hacer demasiado ruido, sus padres, una noche más, discutían por su tía. La echaba mucho de menos y más ahora. Necesitaba hablar con ella, que sus palabras, llenas de experiencia, le aconsejaran qué hacer puesto que su instinto no hacía más que gritarle que se alejara, que tres eran multitud, que tras ese Carlos y Amelia no habría ni tiempo ni espacio para ella. Debía aceptar aquel golpe y regresar a su vida sin Amelia. Una vida que parecía inconcebible, pero que le había demostrado que todo cambia en un segundo.  

Se dejó caer en la cama, sentía calambres por su cuerpo, estaba agotada, pero, a pesar del cansancio, su mente continuaba activa, recreándose en ese instante donde la brecha entre su amiga y ella se hizo insalvable. Miró el reloj; se había hecho demasiado tarde, mañana madrugaba. Mañana volvería ver a Amelia. Alejarse de ella sería mucho más difícil de lo que pensaba, no era como si cerrase lo ojos y "si no te he visto no existes" no, Amelia existía en todas sus dimensiones, con los ojos cerrados o abiertos como platos. 

¡Maldita sea! bufó con la mirada empañada y con el cuerpo en tensión por todo lo vivido, estiró la mano y agarró el primero libro que encontró en su mesilla, lo abrió en una página cualquiera y leyó, lo que hacía menos de un mes, había subrayado.

 "El día que una mujer pueda no amar con su debilidad sino con su fuerza, no escapar de sí misma sino encontrarse, no humillarse sino afirmarse, ese día el amor será para ella, como para el hombre, fuente de vida y no un peligro mortal"

Revisó la primera página del libro y vio la dedicatorio que su tía le había escrito cuando le regaló aquel libro.

"No dejes de luchar. Sigue a tus ideales ellos te llevaran al lugar donde perteneces" 

Se limpió las lágrimas escapadas, cerró la tapa del volumen y lo abrazó con fuerza.

"Ojalá estar contigo" 

Susurró mientras dejaba que el sueño hiciera su trabajo.

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