06 | Lucas 15:20

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Alec Hovind no se quedó a cenar con sus amigos el miércoles. A las siete y cuarto, salió de la iglesia, que era obligatoria todos los miércoles en la universidad, y pasó por el comedor para recoger un cartón de quesadillas para llevar.

Había entregado su proyecto de diseño antes de la una y, aunque ya había diseñado el puente, no sabía qué haría para remediar las vibraciones que produciría el viento. Probablemente su calificación bajaría cuando el maestro se diera cuenta de ese defecto.

Era la clase más difícil a la que se hubiera enfrentado y ni siquiera Hanniel, con quien compartía el salón, sabía solucionarlo.

La ropa que había lavado y secado el sábado seguía en su cesta de tela, cerca de su cómoda, porque no había querido guardarla.

Cuando regresó al dormitorio, descubrió que Jin Hyun salía de la ducha, con sus jeans negros y una sudadera rojo oscuro con la frase de "walk worthy".

—¿Ya has cenado? —le preguntó, y Jin Hyun negó.

—Iba ahora al comedor. ¿Necesitas algo?

Alec, que se dejó sobre la silla frente al escritorio, a punto de encender su laptop, negó con la cabeza.

—Voy a jugar.

Jin Hyun asintió.

Vio de reojo la desgastada Biblia de Alec, la misma que tenía desde los trece años, y su cuaderno de oración, de esquinas viejas y rotas.

El rubio los había dejado sobre el escritorio antes de sentarse, sin molestarse en cerrar su cuaderno. Había escrito, en una lista: "Por mi hermano Ivan. Por sabiduría para mi madre. Por mis exámenes finales." Había manchas secas de agua al final de la página.

Miró a Alec de nuevo, que ya había encendido el laptop para iniciar alguno de sus juegos en línea.

—¿Cómo te fue con el consejero?

Alec se encogió de hombros.

—Mal.

Su otro amigo Benjamin le había recomendado el lunes que fuera a la oficina de Cuidado Estudiantil, donde tenían consejeros y psicólogos dispuestos a hablar con los estudiantes. Por tanto, Alec se había armado de valor para presentarse ese mismo lunes, antes de su clase a las tres, y rellenar todos los papeles que necesitaría antes de la cita.

Le preguntaron qué esperaba de las sesiones, cuya respuesta sería confidencial, y él respondió "conocer a Dios."

El miércoles, cuando se presentó allí a la una, esperando que sabiduría divina inspirase a su consejero y él saliera renovado, se encontró sentado frente al escritorio del doctor Reichmond. Ya lo había visto varias veces por el campus y, por lo que había oído de él, era comprensivo y sociable con todo el mundo.

Pero después de analizar el papel confidencial que Alec había llenado, lo miró y le preguntó:

—¿Alguna vez te han dicho que Jesucristo vino a morir por tus pecados?

Aunque Alec se mantuvo erguido en su asiento, sin contraer ni un músculo del rostro para no demostrar lo insultado y ofendido que se sentía, por dentro, quiso romper a llorar.

Él había crecido en una familia cristiana, ido a la iglesia todos los domingos, estado en escuelas dominicales y hecho estudios para niños. Había coloreado todas las historias de la Biblia, tenía una colección de Biblias infantiles, había leído un pasaje cada día según su plan de lectura bíblico durante años.

Nadie mejor que él sabía lo que Cristo había hecho por él. Había llorado leyendo los evangelios. ¿Cómo podía hablarle del amor de Jesús como si él no lo conociera? La única razón por la que sabía que valía algo era porque el Hijo de Dios había derramado cada gota de Su sangre por él.

La milla extraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora