04 | En Sus manos

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El lápiz se resbaló de la mano de Alec hacia su cuaderno.

Había intentado concentrarse en su lectura durante casi treinta minutos, pero no lo conseguía, sino que seguía repiqueteando el lápiz contra su cuaderno abierto. Hasta la saciedad seguía revisando sus llamadas y mensajes, a la espera de que Zion se arrepintiera y marcase su número, o al menos buscase darle una explicación. A lo mejor cambiaba de opinión y lo desbloqueaba.

Dejó de jugar con la esquina de la página de la Biblia que leía y agarró el móvil otra vez.

Había recibido mensajes de sus amigos y de sus hermanos, pero su madre no parecía haberse enterado aún.

Estresado, sopló con pesadez. Desvió la mirada hacia su ordenador y se preguntó si quedarse en su cuarto era una mejor idea. Podría continuar el juego y hablar con las quince personas que se conectaban. 

Demasiadas cosas estaban sucediendo a la vez. El semestre llegaba a su fin y debería presentar sus proyectos, su hermano estaba pasando el infierno en casa, ya no contaba con el apoyo de Zion y, para colmo, llevaba días sin sentir nada.

Absolutamente nada.

Estaba estresado, y frustrado, y con ansiedad. Pero no sentía nada más. No sabía si llorar, si sentirse triste, si reaccionar. A pesar de que todos los días salía de la cama a las siete, no entendía el propósito de sobrevivir un día más.

Odiaba sus clases, odiaba su cara y no tenía a nadie, aparte de Jin Hyun, que se sentara a escucharle.

Pero tampoco sentía lástima de sí mismo.

Se trataba de un profundo dolor, tanto que le había entumecido los órganos, y su cerebro funcionaba sin necesidad de una explicación. Ni siquiera se había sentado a lidiar con sus emociones porque no sabía cuáles sentía o debería sentir. Su mente no había tenido tiempo de procesar nada.

Lo peor era que llevaba meses sintiendo que algo así ocurriría.

Se suponía que Dios no me iba a dejar solo. ¿Por qué ha sido el primero en irse?

No quería hablar en contra de Dios. Sabía que no estaba bien dudar de Él porque eso le habían dicho toda la vida. Lo había oído en la iglesia, en su casa y en prédicas en Internet.

Las dudas venían de Satanás. Solo el diablo estaría plantando semillas de duda sobre la existencia de Dios, o de su fe, o de su salvación.

Al pasar los ojos por la Biblia, vio solamente letras. El nudo en su garganta se apretó aún más.

Un horrible sentimiento de culpa acababa de apoderarse de él. Quería tener fe desde el principio, quería creer y aferrarse a las cosas que ya sabía, porque Dios nunca le había dejado. Quería creer que había un milagro para él.

—¿Estás listo?

Jin Hyun acababa de entrar. Dio vuelta a la esquina para soltar su teléfono y tarjeta sobre la mesa, pero se detuvo en seco, con un vaso de cartón pegado al pecho, cuando vio los ojos llenos de lágrimas de Alec.

Casi se había vuelto algo rutinario.

Alec siempre estaba triste, desganado. Siempre lloraba. Siempre entraba en bucles de odio propio y conmiseración, y se miraba al espejo y se despreciaba aún más. No lo había visto sonreír en días, o semanas, ni bromear, ni mostrar interés en nada.

Simplemente lo veía leer su Biblia y hacer devocionales sin que diera resultado.

—¿Qué te pasa?

La mano de Alec temblaba.

Se agachó a recoger el lápiz del suelo y, cuando volvió a alzar la cabeza, no tuvo el valor de sostenerle la mirada a Jin Hyun.

La milla extraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora