51 | Quien esté libre de pecado, tire la primera piedra

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Hasta que no estuvo acurrucado contra la ventanilla del avión, contemplando la ciudad de Ámsterdam desvanecerse en la oscuridad, Alec no sintió toda la presión que había estado soportando desplomársele sobre los hombros.

Encogió las rodillas, contra su pecho, y al ser consciente de la fuerza con la que tensaba la mandíbula, se concentró para relajarla. Y su nivel de energía cayó en picado.

Las luces tenues perdieron todo brillo y él se derrumbó.

Comenzó a llorar en silencio, abrazado a sus piernas, porque estaba exhausto. No le agotaba Erin, sino que habría dado todo por quedarse a su lado para siempre, excepto dejar su país y a su familia. Tenía tantas dudas y confusión mental que incluso estaba cuestionándose si de verdad la quería.

Tal vez no estaba seguro de nada. Tal vez no sabía lo que quería, ni lo que creía. Tal vez había tantas áreas de su vida en las que trabajar que ya no tenía claro por dónde iniciar.

Se limpió las mejillas con las mangas de la sudadera negra. Había adelantado su vuelo porque no se quedaría hasta mitades de agosto, no después de la última discusión con Erin. Ella no tenía razón, se repetía a sí mismo, ella era quien debía sincerarse con su familia antes de exigirle a él hacer lo mismo.

Pero en algo Erin había acertado: huía en cuanto se presentaba un problema que se veía incapaz de resolver. Por eso ahora estaba volando de regreso a Halifax. El cuñado de la chica lo había dejado en el aeropuerto, porque Erin se negó a salir de su cuarto y a despedirse de él. Alec fingió que no se moría por verla.

Le dio las gracias a Samiya, que se sorprendió que se fuera un mes antes de lo esperado, y se despidió de los niños y del abuelo de Erin, que le confesó que había esperado que Erin se enamorara de él.

Pero Alec hizo una mueca.

—No soy lo mejor para ella —dijo.

—Eres, más o menos, lo que yo querría para ella.

Y esas palabras taladraron la mente del chico todo el tiempo que estuvo esperando a sacar sus billetes, y mientras atravesaba el control de seguridad y la aduana, y cuando se subió al avión. Fingió estar dormido cuando el pasajero junto a él encontró su asiento.

Se suponía que se quedaría unos días con Kendra en Halifax, pero después de hacer escala en Charlotte nueve horas después, cansado y arrastrando de su mochila deportiva, mientras esperaba a comprar un café italiano, recibió un mensaje en el que su hermano le preguntaba si podía llevarlo a casa en coche.

Y los seis días con los que había creído que contaría de descanso antes de llegar a casa se desvanecieron en un parpadeo.

Dennis, el novio de Kendra, no la acompañaba. Alec atravesó las enormes puertas de cristal del aeropuerto de Halifax y encontró a Kendra esperando en la zona de vuelos internacionales, con unos jeans holgados y una camiseta roja sin espalda, porque las larguísimas ondas de cabello castaño se la cubrían.

Lo acompañó al coche y subió sus mochilas en los asientos traseros, pero en cuando Alec cerró la puerta del auto y se hizo el silencio entre ellos, Kendra le preguntó qué ocurría.

Había notado que no lo miraba a los ojos.

—Si hubieras llegado en la fecha que dijiste, claro que podrías quedarte —replicó Kendra—, pero no esperaba que volvieras tan pronto. Solo ha pasado un mes y medio. ¿Por qué te fuiste?

—Me estresé —murmuró—. No estoy listo para presentársela a mamá y a Ray.

Kendra hizo una mueca. Le preguntó si quería comer algo, pero Alec respondió que había comido en el aeropuerto.

La milla extraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora