46 | La religión más hermosa

200 43 219
                                    

Lo primero que hizo Alec cuando despertó al día siguiente fue fijar la vista en el techo blanco sobre él. La cortina violeta claro que colgaba de la ventana de Erin ondeaba suavemente, meciéndose conforme se adentraba la brisa en la habitación; la luz del sol se filtraba entre las rendijas de la persiana.

A toda velocidad, su mente reprodujo la noche anterior, desde la calidez que lo abrigó al envolver a Erin en sus brazos por primera vez pasando por el beso en la mejilla herida, hasta la ruptura del ayuno con su familia.

Conoció a la hermana de Erin, Samiya, cuando llegó con sus dos gemelos y su esposo, Farid, del parque. Los niños apenas tenían seis años, por lo que aún no ayunaban, y Samiya se había prevenido cocinando toda aquella mañana para el iftar.

Cuando se hubieron sentado en los cómodos sofás de la sala de estar, conectados entre sí y acolchados, frente a la bajísima mesa, Farid le indicó al chico que tres dátiles de la bandeja sobre la mesa eran suyos.

La mesa estaba repleta de comida.

Alec comió sus dátiles a la vez que los demás, mirando a Erin de reojo y siguiendo con los labios lo que Farid recitaba para dar gracias a Dios por los alimentos. Traía la cabeza cubierta por un gorrito pequeño cuyo nombre el muchacho desconocía, además de vestir una túnica semejante a la del abuelo de Erin. Samiya, al igual que Erin, cubría su rostro al completo con un niqab de color caramelo, combinado con su vestido de túnicas negras.

—Eres el estudiante de intercambio, ¿verdad? —le preguntó Farid primero, y Alec asintió, obligándose a mirarlo a los oscuros y profundos ojos negros y no a la inmensa barba que le llegaba hasta el pecho.

Su inglés, algo roto, exigía pausas tras ciertas palabras para garantizar la comprensión. El holandés, por otro lado, lo dominaba con mayor facilidad.

La que mejor inglés hablaba en aquella sala, quitando a Erin, era Samiya. No obstante, Erin se había colocado a la derecha de su abuelo Harub para traducirle todo lo que hablaban entre ellos. Y su hermana, que ya había sentado a los dos niños con sus respectivos vestidos, Isma de azul y Amira de mostaza, junto a su padre, seguía trayendo cosas de la cocina.

Miraba de reojo a Erin, y Alec lo notaba, pero regresaba la vista a Farid tan rápido como podía para que nadie lo pillara mirándola o le asestarían un codazo.

—¿Y qué enseñas?

Alec abrió la boca para responder, pero casi al instante, tropezándose con las palabras, Erin se inclinó para señalarse a sí misma, fijos los ojos negros en su cuñado.

—Me enseña inglés —le explicó con ese acento que no perdería jamás—. Es el chico que te dije que enseña gratis, en Internet. Pero como se tapa la cara... yo no sabía que se veía así.

Gesticulaba tanto que incluso alguien que no entendiera árabe podría deducirlo por los bruscos movimientos de brazos al señalarse a sí misma y a Alec, a su rostro y a cada rincón de la estancia.

—¿Enseñas inglés?

Farid había repetido la pregunta, ahora observando las reacciones de Alec, que asintió tan despacio como pudo.

—Y otras cosas —dijo—: Historia y... música, y así.

El cuñado de Erin pareció conforme con la explicación, porque le ofreció uno de los vasos de té de hierbabuena que Samiya había dejado sobre la mesa, y después de apartar la manga de su túnica de las manos de su hija, volvió a dirigir su atención al chico.

—Es lo que Dios ha querido¿Lo haces gratis? —inquirió—. ¿Para los creyentes?

Alec se humedeció los labios mientras se restregaba las frías palmas sobre los jeans. Resistió el impulso de mirar a Erin y, nervioso, intentó sonreír.

La milla extraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora