30 | El dolor de no ser suficiente

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Nunca en su vida se sintió tan humillado como entonces.

Zion lo esquivó y continuó su camino, pero Alec no pudo moverse. De repente, volvía a sentirse como ese niño de once años que llegaba a casa de la escuela llorando porque se habían metido con él por cualquier estupidez o le habían golpeado en los baños.

Parado en medio del comedor, trató de normalizar su respiración durante varios segundos. Nadie le estaba mirado, pero Alec sentía todos los ojos sobre él. De hecho, apenas veía porque las lágrimas le nublaban la vista.

Se odiaba. Odiaba su piel, y su ropa, y su cuerpo, y todo de él. Se le retorcía el estómago de imaginar aquella noche de Navidad de la que no tenía recuerdos algunos. Ni siquiera sabía cómo sentirse. Aunque había notado en su tono de voz que Zion no estaba orgullosa de haberlo hecho, tampoco se había disculpado, y él de pronto se vio abrumado por la violenta sensación de que exageraba.

Pero, si no era tan grave, ¿por qué la vergüenza le aplastaba los pulmones?

Salió del comedor con agua congelada en los lacrimales.

Las palabras de Zion martilleaban su cerebro a un ritmo constante.

Él no le gustaba. Había dejado de gustarle. Pero cuanto más lo pensaba, más caía en cuenta de que nunca le había gustado de verdad.

Una profunda daga clavada en su pecho le cortaba el aliento. El ruido en su mente distorsionaba su visión.

Lo había intentado. Con todas sus fuerzas había querido ser la persona que Zion presentara a sus padres y amigos. Había cambiado todo lo que a ella le molestaba y mendigado amor, y puesto todo su esfuerzo para merecer ser amado.

Pero ella siempre había hecho con él lo que había querido. Y lo que más le molestaba era que nunca pudo detenerla.

Tenía ganas de vomitar.

Llegó jadeando a su cuarto. Había contenido las lágrimas en la calle, y en el ascensor, aunque sabía que tenía los labios rojizos por las ganas de llorar. Pero una vez presionó la tarjeta de estudiante contra el seguro de la puerta, se rompió.

Comenzó a sollozar sin control. Ahogándose en su propio llanto, entró a tropezones en la habitación y dejó la bolsa sobre el escritorio. Su corazón latía tan fuerte que creyó que sufriría un infarto. No podía respirar.

Jadeó otra vez, tratando de recuperar el ritmo de sus sollozos, pero no lo logró. No tenía aliento, ni fuerzas. Cuando consiguió enderezarse, se giró hacia el espejo sobre la cómoda y vio su rostro.

Y quiso arrancárselo a jirones.

Dejó de ser consciente de lo que hacía. Se rascó, con toda su rabia, porque le hervía la sangre en las venas. Se arrancó las costras, se arañó la mejilla herida, se hundió las uñas en la piel. Planeaba desgarrarse la cara, aunque ardiese como el mismo infierno, porque su odio superaba el dolor.

—¡Alec, para!

A Alec se le escapó un ruidoso jadeo cuando las frías manos de Jin Hyun sujetaron sus muñecas; de pronto, su amigo lo había pegado a sí, atrapándole las manos contra su pecho, para abrazarlo con todas sus fuerzas.

Alec sollozó otra vez.

Ni siquiera había oído el crujido de su tarjeta en la puerta porque resollaba y lloraba al mismo tiempo.

—Déjame, Jamie.

—¿Qué estás haciendo? ¿Has visto tus dedos?

Los tenía manchados de sangre, pues se había reventado costras, espinillas y cicatrices.

La milla extraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora