58 | Mejor amigo

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—Cuando quieras irte, dímelo.

—Estoy bien.

Hacía veinte minutos que el servicio del domingo por la mañana había finalizado. Alec, de pie junto a su madre, observaba a Raymond desenvolverse con toda la naturalidad del mundo con el resto de hombres de la iglesia, desde el pastor hasta los líderes de alabanza y de dirección. Gillian, con su falda larga y la blusa blanca remetida en la cinturilla, se había separado de ellos en cuanto reconoció a sus mejores amigas, al entrar.

Había sido una semana horrible. El primer domingo que los acompañó, llovió y, en su afán de alcanzar el auto cuanto antes, Alec salió a la entrada; la madre de Zion, que estaba en el vestíbulo con la esposa del pastor, le gritó que debía ponerse una chaqueta.

Era una tontería, pero Alec se paralizó.

No llevaba ni un minuto debajo de la lluvia, procesando las voces que hablaban a su alrededor, cuando Raymond lo agarró de la muñeca y obligó a meterse dentro de nuevo.

—¿Adónde crees que vas?

En ese momento, a Alec se le cerró la garganta y no pudo explicarle por qué la ansiedad se apoderaba de él así. Y Raymond, que se desesperaba cuando Alec no hacía ni el mínimo esfuerzo de expresarse, le preguntó delante de todo el mundo si tenía todavía tres años.

Que ni siquiera su madre, cuando lo supo, se pusiera de su lado y dijera que daba igual si estaba abrigado o no, terminó de ahogarlo. En el asiento trasero del coche, oculta la boca por el cuello de su suéter (se negó a ponerse el abrigo), lloró sin que Gillian recayera en ello, pues volteó la mirada hacia la ventanilla y se enfocó en cómo los densos arces se recortaban contra el cielo negro.

En cuanto llegaron a casa, su madre intentó pedirle que le explicara qué había pasado, o por qué se había enojado, pero Alec no supo decírselo. Tan solo se encogió de hombros y protestó que todo el mundo lo juzgaba.

—Se preocupan por ti —replicó su madre.

—No soy un niño, no tienen que decirme qué hacer.

—Entonces no hagas berrinches como si lo fueras.

Y Alec clavó sus afiladas pupilas en Raymond, que había hablado. Se mordió la lengua, porque si le contestaba, se enzarzaría en una guerra verbal que no acabaría bien, en especial si Raymond perdía el control de su escasa paciencia.

—Nunca más volveré a la iglesia.

—No puedes dejar de ir por eso —protestó su madre, siguiéndolo con la mirada.

—Si siguen preguntándome por Ivan, y por cuándo me gradué, y qué planes tengo, dejaré de ir.

—No tienes que dar explicaciones si no quieres —lo cortó su madre—, pero no ir no hará que la gente cambie. Aprende a lidiar con la gente.

—¿Yo solo? ¿Ni siquiera vais a defenderme?

—¿Defenderte de quién, por Dios?

Y Alec salió de la cocina para no responderle a Raymond.

No sabía lidiar con nadie, así que decidió esconderse en el piso superior de la iglesia, donde estaba el salón vacío de la escuela dominical, en cuanto un ataque de pánico lo amenazara, después del servicio.

Pero el sábado anterior a ese nuevo intento, Raymond se detuvo entre las jambas de la puerta del dormitorio de Alec y le avisó de que irían a la iglesia al día siguiente.

—Si no quieres ir, quédate —advirtió—, pero no esperes que eso te haga sentir mejor.

Y Alec, aunque refunfuñando, repuso que iría.

La milla extraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora