40 | Lo que Dios ha querido

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—Elegí el Salmo 72:12.

—Yo, el versículo cuatro.

Alec sonrió. Con suavidad, cerró la Biblia y la colocó sobre la almohada.

Eran las nueve de la noche del Sábado Santo, llovía y el chico se había acurrucado en su cama, en casa, pegada la espalda a la pared; abrazadas las rodillas contra el pecho, mientras el celular reposaba sobre el colchón. Se había puesto los audífonos para escuchar la voz de Erin y no quería que su madre o Raymond oyeran que hablaba con una chica.

—Hoy comí tres veces. Y me bañé.

—Te ves bien.

Alec no lo creía. Se había refugiado en una sudadera gris, en la oscuridad de su cuarto, con el brillo de la pantalla del teléfono resaltando cada una de las rojeces de su acné.

Durante todo el viaje en coche de media hora hasta su casa en Bayside, sentado junto a Raymond, Alec se pellizcó la piel alrededor de las uñas. Aunque sabía que era ansiedad, se negaba a creerlo. Internamente, le gritaba a su cerebro que dejase de repetirlo, que él no sufría de ansiedad. Debía de ser claustrofobia, porque las ventanas estaban cerradas, y el aire acondicionado lo obligaba a respirar oxígeno artificial.

Llegar a casa no había mejorado nada.

Agarró su maleta y su bolsa deportiva. Cerró la puerta de su antigua habitación y, pegada la espalda a la puerta, por fin largó un pesado suspiro.

Quería llorar, pero no tenía motivos para hacerlo.

El dormitorio de su hermano menor estaba vacío, a pesar de que sus cosas seguían allí. Se preguntó si Kendra le daría su nueva dirección para que pudiera recoger a Cairo. Necesitaba a su gato en casa: era la única razón por la que trataría de no derrumbarse.

Sin prisa, sacó su laptop de la maleta. Otro día acomodaría la ropa y los libros, si no los olvidaba dentro de la caja de transporte.

Abrió la aplicación de mensajes en su laptop y buscó el chat con Erin. Avisarle que acababa de llegar sería su pretexto para hablar con ella, porque su ansiedad no desaparecería de otra forma. Solo dentro de su cuarto se sentía seguro.

Se había duchado antes de reunirse con Raymond en la cocina a preparar pasta con queso y soportar sus comentarios críticos sobre la reunión de oración en la iglesia el día anterior.

—Si oyeras las cosas por las que pide oración la gente... —había dicho—. Les cuesta mirar a Cristo. Una persona enfocada en Cristo no pide por cosas terrenales.

Alec se humedeció los labios mientras repartía el queso rallado sobre la fuente de pasta.

—Pero una persona enfocada en Cristo sigue teniendo necesidades, ¿no?

—No hay mayor necesidad que conocer a Dios —sentenció—. Todos tus problemas terrenales dejan de importar cuando consideras que al final nos vamos a morir.

Pese a que el chico ya lo sabía, oírlo sonaba más desolador aún. No importaban sus luchas, ni sus problemas, ni sus necesidades. Quería creer que Dios no pensaba igual que Raymond, pero era imposible llevarle la contraria si era el esposo de su madre y vivían en su casa, de dos plantas y techos tan altos que provocaban vértigo, en lo alto de una colina de Bayside, a cinco o seis minutos a pie de los siguientes vecinos.

Solo serían cuatro días que pasaría en casa antes de regresar al campus.

Había revisado su correo varias veces, sintiendo las palpitaciones herirle el centro del pecho, por el temor a encontrarse una nota urgente del despacho de los directores. Si su demanda procedía, informarían a Zion Davis y ella tenía derecho a solicitar una en contra. Lo único por lo que Alec rezaba era para que aquel asunto no abandonara el campus universitario.

La milla extraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora