"Con una sola una palabra tuya, esto se detendría, y la tristeza desaparecería. Se suponía que con la mañana se iría."
Alec bajó el bolígrafo después de finalizar la canción hasta el coro. Por fin había vuelto a componer, una vez regresó a la guitarra que guardaba en su dormitorio: sus dedos se deslizaron por las cuerdas antes de liberar la primera nota. Pasaba de la a fa, a sol y a do. Las notas se combinaban, entretejidas por las letras, y él pellizcaba suavemente las cuerdas para detonar la melodía sin forzarla.
Era jueves por la noche, su día menos ocupado ese semestre. Solo tenía dos clases y finalizaba a las tres, por lo que había ido a cenar temprano con sus amigos y regresó a su dormitorio a jugar durante dos horas seguidas antes de recuperar las ganas de escribir.
Su guitarra ya tenía los bordes desgastados de golpes y hendiduras en la cabeza debido a las mudanzas, a guardarla en cajas y a trasladarla de un cuarto a otro.
No había tenido el valor de hablarles a sus amigos de la situación en su casa, ni de los resultados de sus exámenes. Tenía anemia, pero también una depresión clínica. Eso significaba que debía tomar hierro y antidepresivos todos los días durante cuatro meses.
Se negaba a creerlo.
Él no podía tener depresión. La depresión se curaba con ayuno y oración.
La gente que veía sus transmisiones estaba saliendo de la depresión gracias a él: se lo habían dicho. ¿Por qué no podía ayudarse a sí mismo?
Había leído los documentos que la doctora le entregó y subrayado con rotulador amarillo todos los síntomas en los que encajaba, pero cuando llegó a la parte del tratamiento, todo recaía en medicación y psicoterapia. La doctora le había explicado que podía recurrir a un consejero o psicólogo cristiano.
Su problema era que no tenía dinero y no llamaría a sus padres para decírselo.
La pantalla de su teléfono se iluminó sobre la mesa. Alec se asomó sobre su guitarra y descubrió que Hanniel le preguntaba si quería acompañarlo al supermercado.
Fuera, llovía, pero Alec decidió desbloquear la pantalla y contestar que sí. Tenía que empezar a salir más de su dormitorio: la doctora le había dicho que tratase de involucrarse en actividades y pasear siempre que tuviese tiempo para evitar aislarse, hundirse en sus videojuegos y pensar demasiado, por lo que decidió aceptar.
Necesitaba deshacerse de esa depresión imaginaria.
Se puso las deportivas y su impermeable negro sobre la gruesa sudadera antes de agarrar su billetera, su teléfono y su identificación. Jin Hyun no había regresado de sus prácticas aún, aunque afortunadamente contaba con un coche, por lo que no se mojaría.
Hacía más frío cuando llovía. Debían de estar a cinco grados; Alec hundió las manos hasta lo más profundo de sus bolsillos para no congelarse los dedos, de camino al auto grisáceo de Hanniel, aparcado justo frente a la residencia.
—¿Qué necesitas?
—Comida. ¿Tú?
—Crema italiana para el café.
Al cerrar la puerta, el sonido de la lluvia se intensificó por culpa del techo del auto. Lo que le sorprendió fue que Hanniel ni siquiera lo miró al desplomarse a su lado.
—¿Estás bien? —le preguntó.
—Estoy molesto.
Alec giró el rostro hacia Hanniel.
Rara vez veía a Hanniel molesto, al punto de que le temblaban tanto las manos por culpa de los nervios que el cinturón de seguridad se le escapó de los dedos antes de poder amarrárselo.
ESTÁS LEYENDO
La milla extra
Teen FictionDicen que un viaje de mil millas comienza con un solo paso. *** Alec creía que conocía a Dios. Había crecido en una familia cristiana, iba a la iglesia, oraba, leía la Biblia, no fumaba ni bebía, ni iba a fiestas. Hacía todas las cosas correctas par...
