53 | Entre el cielo y el infierno

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Estaba debajo del mar.

Su cuerpo flotaba, libre, y él no hacía ningún tipo de esfuerzo por luchar contra la corriente. Veía haces de luz violetas y añiles irrumpir en las profundidades del océano, filtrándose entre las olas sobre su cabeza, desde la superficie, y siluetas humanas se recortaban al contraluz. Incluso le dio la impresión de que oía voces, pero sus oídos estaban taponados por el agua.

Alguien le hablaba desde el fondo de lo que sonaba como un larguísimo túnel. Cada vez estaba más cerca. Ya casi identificaba las palabras.

—Tranquilo, Alec. Tranquilo.

Era la voz de su padrastro.

Sus párpados aletearon.

Lo primero que vio fue un resplandor que le obligó a cerrar los ojos otra vez. Un pitido le atravesó los oídos. El intenso mareo estaba esfumándose poco a poco.

Y poco a poco, volvió a sus sentidos.

Sintió las frías manos de su padrastro sobre su frente; luego vio el techo blanco sobre él. Al bajar la cabeza, reconoció la figura del hombre, difuminada por el brillo amarillento de la habitación. Y por la esquina del ojo, captó el chaquetón azul de trabajo.

Separó los labios pero no pudo hablar. No le fluía la voz.

—Gracias a Dios. Ya viene tu madre, ¿vale? Solo estaba orando por ti.

Pero Alec lo escuchaba a medias, como si continuara sumergido en lo más hondo y recóndito del océano.

La piel le hormigueaba.

—Alec, cariño, estás despierto.

Su padrastro había abierto la puerta para que su madre pudiera entrar. Y el chico se preguntó por qué no se quedaban los dos con él.

El cuerpo de su madre se pegó con fuerza al suyo. Lo estaba abrazando. Entonces Alec reparó en la sábana blanca que cubría sus piernas. Y al posar la mano en el hombro de su madre, notó que tenía un suero conectado al dorso. Una mascarilla de oxígeno le apretaba la cara; los cables tiraban de sus brazos.

No estaba en el mar, ni en la piscina, ni en la bañera.

Estaba en una camilla, en una habitación blanca sin ventanas, entre cortinas, rodeado de tubos y cables, y un monitor cardiaco emitía pitidos al ritmo de su corazón. Era tan constante y molesto que Alec no tardó en darse cuenta de lo que aquello significaba.

¿Por qué estaba vivo?

No tenía que estarlo. Debía de haber algún error.

A lo mejor era un sueño antes de despertar en el supuesto cielo en el que creía.

Había elaborado un plan que no admitía errores.

Ya lo había analizado tantas veces en su cabeza que se sabía cada paso de memoria, desde la posición en la que quedaría su cuerpo hasta cómo pedirle a su madre que le hiciera llegar a Jin Hyun su carta. Había calculado las horas que pasarían hasta que alguien usara el baño por la mañana y había imaginado su corazón ralentizándose.

Dormiría toda la noche, entraría en coma y nunca despertaría.

Entonces, ¿qué había salido mal?

—Los paramédicos dijeron que estabas muerto.

Los débiles ojos azules de Alec se hundieron en los de su madre. No contrajo los músculos faciales, no tensó el cuerpo. Si lo habían declarado muerto, ¿entonces por qué oía los latidos de su corazón con tanta claridad?

La milla extraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora