11 | Cuando Dios es cruel

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«Lamento no haber respondido tus últimos correos. Ahora mismo estoy pasando por una crisis espiritual, así que no sé muy bien cómo ayudarte. Tengo ya mis propias dudas y preguntas sin respuesta.

No veo cómo Dios puede amarme. He leído la Biblia desde los doce años, y estado en tres iglesias en toda mi vida, y estudiado Teología en la universidad. Y aunque toda mi vida he creído en lo que me han dicho, ahora no sé si lo creo.

No creo que Dios me ame. Sé que Cristo me ama porque murió por mí. ¿Pero el Padre? El Padre dice que ama un mundo que mató a Su Hijo. No tiene sentido.

Quizá, cuando encuentre las respuestas, pueda ayudarte a entenderlo tú también. Pero no sé cuánto tengas que esperar. Lo siento.»

Las vacaciones de Navidad durarían apenas cinco semanas antes de que regresaran a clases.

Alec había adelantado algunas clases ese verano, por lo que en Navidad solo se enfocó en adelantar las clases bíblicas.

Pasaba los días encerrado en el antiguo cuarto del hijo mediano de los Pierson, al fondo del pasillo, cuya pared pegaba con la de Reagan: solo salía cuando los Pierson llegaban de sus trabajos y actividades, alrededor de las cinco, y cenaban juntos. Al otro lado de las ventanas, veía la nieve caer y apilarse en el camino de la entrada, que luego Shawn barría con la pala hasta poder liberar el auto. Las carreteras se congelarían en enero, así que lo ayudarían a volver a la universidad unos días antes de las peores nevadas.

Shawn lo intentaba alentar a conducir cada vez que salían, pero Alec no tenía el valor, mucho menos si había una fina capa de hielo resbaladiza sobre el asfalto.

Aunque su madre lo había llamado varias veces, y le escribía a diario, Alec respondía con tal brevedad que las conversaciones se estancaban. Le había preguntado por Zion y, cuando él le dijo que estaba bien, le recordó que la cuidase.

—Deberías dar gracias porque se fijó en ti —le dijo una vez con total normalidad—. Esa chica vale demasiado.

Pero de nada sirvieron los tres años en que se arrastró por ella. Siempre que Alec le sugería ir a conocer a sus padres, Zion negaba porque él todavía tenía acné en las mejillas, y había empeorado desde que se hicieron novios.

—Te puedo conseguir cremas dermatológicas —le sugirió cierta noche, mirándolo casi con compasión—, aunque de todos modos deberías ir al gimnasio. Tal vez tienes la cara así porque no liberas todo el sudor que tu cuerpo contiene y te atoras los poros. Si haces ejercicio, tal vez mejores para cuando nos graduemos. Entonces te podré presentar a mis padres.

Y Alec no dijo nada, pero le rompió el corazón. Esa noche se rascó hasta sangrar, se echó todo tipo de cremas y solo consiguió empeorar su condición. Jin Hyun, que entonces estaba estudiando para ser enfermero, le dijo que se lavara la cara con jabón dos veces al día y comiera sano.

—Hay varios productos que puedes usar —le dijo, parados en el baño del dormitorio—, pero deberías ir al dermatólogo.

—No tengo dinero para ir al dermatólogo, Jamie.

—Alec, sé que tu novia te ha dicho algo. Nunca te había preocupada tu cara hasta que empezaste a salir con ella.

Alec, que había cerrado el grifo con rabia, se enderezó para mirarlo a los ojos. Quería llorar.

—No se ve bien, Jamie —replicó, frustrado—. Sé que parece que exagero, pero... Odio mi cara. De verdad la odio.

—Pero no tiene nada de malo, Alec —había insistido Jin Hyun—. Aunque no me creas, ni yo ni ninguno de tus amigos ve solo eso de ti. No es tu culpa, no tienes que sentirte mal por ello. ¿Puedes explicarle a tu novia que solo necesitas apoyo para comer mejor?

La milla extraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora