39 | Fragmentos de aquel al que conocía

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Erin: Filipenses 1:3 :) 8:19 a.m.

Alec leía los mensajes de Erin desde las notificaciones, para no marcarlos como leídos y que desaparecieran, en cada semáforo en el que se detenía de camino al apartamento de su hermano, en el centro de Halifax. Se había levantado a las cinco de la mañana para salir veinte minutos antes de las seis y pasar la mañana con él, y regresar a casa antes de que anocheciera, porque al entrar a Bayside contaría con las luces delanteras de su auto como única fuente de iluminación.

Era sábado de silencio y el cielo estaba tan oscuro que pronto llovería.

Pero Ivan, o Kendra, le había escrito para avisarle de que Cairo, su gato, había pasado la noche vomitando. De modo que Alec se puso en marcha cuanto antes para ponerse rumbo a Halifax y recoger a Cairo. Su madre le pidió que se asegurara de que Ivan estaba comiendo bien y durmiendo lo suficiente, pero Alec lo dudaba.

Había estado revisando las redes de Kendra en los últimos meses para asegurarse de que estaba bien. Por las fotos, parecía feliz y saludable: había estado yendo al gimnasio, tomando las pastillas de su procedimiento hormonal y saliendo con su novio a todas partes. Pero una potente corazonada le avisaba a Alec que no era todo como se veía en las fotos, que su hermano seguía deprimido y con ansiedad social, con miedo a ser juzgado, con problemas para aceptarse y con batallas mentales entre lo que había escuchado toda la vida y lo que quería creer ahora.

Tuvo que respirar hondo en el siguiente semáforo porque, sin darse cuenta, había comenzado a hiperventilar. Sintonizó la radio cristiana tan pronto como pudo. Necesitaba música que despejara su mente.

Tenía miedo de verlo a la cara.

Kendra vivía en un apartamento amarillo, en la planta baja. Las casas en esa zona estaban tan cerca la una de la otra que conocían a todos los vecinos, y entre ellas, se abrían tiendas de helados y de comida rápida, entre edificios de estilo colonial. No era una ciudad grande, pero tanta cercanía agobiaba a Alec.

Aparcó frente a la casa amarilla y le avisó a Ivan que había llegado. Ni dos minutos después, vio la puerta blanca abrirse y se desabrochó el cinturón a toda velocidad para bajarse del coche de sus padres.

—Alec, te he echado de menos.

No era Ivan, sino Kendra. Su voz era aguda y diferente a la que Alec reconocería. Se le cuajaron los ojos al verla por primera vez frente a frente, pero no supo si se debía al estrés, a la nostalgia o al miedo que se había adueñado de él.

La abrazó sin pensarlo dos veces. El larguísimo cabello de Kendra, rizado, le caía sobre la espalda y los hombros; cuando Alec la estrujó en sus brazos, alcanzó a aspirar el aroma a coco de su champú. Posó las manos sobre sus hombros desnudos, más escuálidos de lo que recordaba, y la sintió estremecerse.

A él lo había recorrido un escalofrío.

Era extraño, y nuevo, y desconcertante.

—También te echaba de menos —confesó.

La oyó reírse, aunque en verdad estaba llorando.

—Gracias a Dios que no viniste con Gillian.

—Ni siquiera le pregunté —admitió Alec.

Por fin se apartó de Kendra para verla mejor. Vio sus holgados jeans y su ajustado top blanco, que se tenía que reacomodar constantemente porque no contaba con tirantes. La sombra café de ojos, las cejas perfiladas y los labios rosados escondían todos los rasgos que antes habrían identificado a su hermano.

Pero en el brillo de sus ojos, le pareció reconocerlo.

—¿Quieres conocer a Dennis?

Alec se limpió la nariz, que le goteaba. Kendra no le había soltado la mano.

La milla extraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora