55 | Una esperanza de sobrevivir

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Eran las once de la noche, pero su familia no se iría del hospital.

Ivan y su madre habían dejado el hospital para comprar algo de cenar (probablemente comida mexicana, la favorita de Alec), pero Gillian se quedó en la sala de espera, con un pequeño vaso de café de máquina entre las manos. Esperaba a Raymond, que había entrado a acompañar a Alec hacía diez minutos.

Desde que Alec supo que Raymond entraría, se había preparado para los regaños, las reclamaciones y los consejos vacíos de falsa misericordia. Ya lo conocía. Había cedido al final porque su madre insistió en que era Raymond quién deseaba hablar con él.

Pero lo que no sabía era que Raymond mismo había tratado de reanimar su cuerpo inerte cuando Gillian lo encontró en el baño y cayó en un ataque de pánico; luego él lo cargó hasta la ambulancia a toda velocidad y gritó desesperadamente a los paramédicos que se apurasen porque "su hijo se moría".

Sin embargo, cuando Raymond Clay empujó la puerta, Alec volvió a sentir aquellos ojos pardos hundirse en su intestino. Le cortaban el alma, desataban su ansiedad.

—Lo siento —fue lo primero que dijo, aunque no sirviera de nada, porque no sabía cómo debía sentirse.

Raymond, que se detuvo frente a la camilla, encogió los hombros.

—Olvida eso —respondió en voz baja—. Quería saber cómo estabas solamente.

Alec tragó saliva. Su alta y fuerte figura todavía lo intimidaba, más cuando él estaba sentado en una camilla y conectado a una intravenosa que lo mantenía hidratado. Le sostenía la mirada porque le daba miedo apartarla.

El furioso corazón le hería las costillas; se le había secado la garganta y no lograba aspirar todo el oxígeno que sus pulmones requerían.

—Muy avergonzado —admitió por primera vez, y su padrastro inclinó un poco la cabeza.

—No hay nada de lo que avergonzarse. Estarías en el cielo en cualquier caso, ¿no?

Él tensó la mandíbula. Le humillaba no estar muerto.

—Siento que soy una vergüenza para todos.

—Por supuesto que no. No tenía ni idea de que... por lo que te dije pudiera pasar...

—No, Ray —lo cortó de golpe, enojado; no podía apretar los puños porque le faltaba fuerza—: Es por todo lo que se me ha acumulado, ¿no lo entiendes? Porque no soy bueno para estudiar, porque detesto mi cara, porque me dolió lo de mi hermano, porque odio que me grites y digas que si me siento triste significa que no tengo fe y...

—Tranquilo, Alec. ¿Quieres que hablemos de algo de eso?

El corazón del chico ardió.

No había alzado el tono, ni lo decía con desprecio, sino que había suavizado su voz. Parecía más preocupado por el hecho de que Alec parecía al borde de una crisis emocional que por las cosas que decía.

—No podemos si no me escuchas —murmuró—. Te enfadas tan rápido que no me dejas hablar. Y no te pido que me entiendas, sino que me escuches.

Silencio.

Alec lo vio apartar la mirada hacia la ventana y contempló durante algunos segundos su perfil, desde el cortísimo cabello chocolate hasta su afilada mandíbula. Observó sus fuertes brazos y el hueso en su cuello. Aun con el paso del tiempo, seguía siendo uno de los hombres más guapos que Alec hubiese visto en su vida.

Por eso lo intimidaba tanto.

—Sí, no lo entiendo —confesó de repente, y en sus ojos apagados, Alec vio la sinceridad: había girado el rostro de nuevo hacia él—. Pero no quiero que te encierres en tus sentimientos porque te pueden destruir.

La milla extraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora