Lo último que esperaba Alec encontrarse el viernes en la junta de reuniones fue a Zion Davis. Entró a la sala de la oficina del edificio administrativo. No había dado el primer paso al interior aún cuando sintió el corazón caérsele a los pies.
"¿Por qué delante de ella?"
—Solo para iniciar: no estamos condenando a nadie —fue lo primero que dijo el jefe de departamento, a cuyo nombre Alec no prestó atención porque había clavado los ojos azules en los de Zion, al otro lado de la mesa— ni acusándolos.
La mesa era demasiado larga, gris.
A la derecha de Alec, el vicepresidente de asuntos de estudiantes tenía ante él las copias de las supuestas agresiones según el testimonio del muchacho; frente a él, Zion, con su corto cabello rozándole los hombros y un suéter de rayas, cruzada de brazos, le sostenía la mirada, aunque sus párpados comenzaban a caer hacia los lados, mientras el decano presentaba las declaraciones de la muchacha.
Punto por punto, leyeron las acusaciones y, detrás de cada una, el vicepresidente, de apellido Lauphiq, le preguntó a Alec si estaba de acuerdo. Y el chico asintió porque no le quedaba más remedio que continuar con su demanda. Ni siquiera podía mirarla a los ojos.
Se le había desatado el pulso, estaba aterrado y las ganas de destrozarse la mejilla otra vez lo abrumaban.
Leyeron Mateo capítulo siete, Gálatas seis y el capítulo siete del segundo libro de Corintios. Cuanto más tiempo pasaba, más frías sentía Alec las manos. Las lágrimas se le habían congelado, el corazón latía tan rápido que resonaba en sus oídos, pero Zion parecía más afectada que él con su manía de morderse las uñas y jugar con su cabello.
—¿Quieres repetir tu versión de la historia, Hovind?
A Alec se le retorció el estómago. Extendió los puños sobre la mesa, sudorosos, y trató de enderezarse.
—En las vacaciones de Navidad —empezó, dubitativo—, hace tres años, me drogaron. Y ella abusó de mí.
Lo había dicho con la voz más monótona posible, tratando de amortiguar el daño, y casi al momento ella frunció el ceño e inclinó la cabeza.
—Nunca te haría algo así, Alec. Eras mi novio.
Alec la miró. Esperaba que alguien interviniera, pero el decano continuó con su interrogatorio sobre qué clase de abuso habían sucedido esa noche, y cuando le preguntaron si recordaba alguna eyaculación, el muchacho arrugó los labios y murmuró que no porque le asqueaba imaginarlo.
Luego comenzaron otras interrogaciones: si había fumado o bebido alcohol, si consumía drogas, si había tenido novias anteriores o una adicción a la pornografía, y si tomaba estimulantes, y Alec sacudía la cabeza para no verse envuelto en más problemas. Cuestionaron qué hacían los dos juntos en una posada en Navidad y Zion explicó al momento que iban con más amigos y cada uno tenía su habitación.
—Yo estuve en el cuarto de Kate todo el tiempo —se defendió—. Pueden corroborarlo con ella.
—¿Ninguno tiene testigos?
—No.
—Tengo cinco testigos —replicó Zion, tan indignada que su expresión sorprendía a Alec—. Mis amigos vieron que esa noche fue normal, que no puse nada en su bebida, que todos nos fuimos a dormir a la misma hora. Kate y Douglas ya dieron su versión.

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La milla extra
Teen FictionDicen que un viaje de mil millas comienza con un solo paso. *** Alec creía que conocía a Dios. Había crecido en una familia cristiana, iba a la iglesia, oraba, leía la Biblia, no fumaba ni bebía, ni iba a fiestas. Hacía todas las cosas correctas par...