14 | Kendra

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Era sábado al atardecer.

Los Pierson habían salido a un estudio que Shawn daba en la casa de un miembro de la iglesia local, y el chico no fue. Alec había sacado el laptop de su mochila y, después de ver algunas clases grabadas de su clase de Orígenes, anotó la tarea y llamó a Erin.

Había estado trabajando sobre el sofá de cuero de la sala, y él, contra el respaldo, permanecía con el teléfono en la mano. Por primera vez en varios días, aquella mañana se había sentado a componer algunos versos con la melodía que no salía de su cabeza.

Después, le preguntó a Erin si podía llamarla esa tarde.

Su hermano menor Ivan le había mandado una caja a la dirección de los Pierson el día anterior por la tarde; cuando Alec la abrió, encontró un montón de jeans, camisetas viejas, pijamas y cazadoras de su hermano que, por lo visto, ya no quería.

Más tarde, se lo probaría todo y donaría lo que no le quedara.

Le preocupaba la salud mental de Ivan. Su hermano había sufrido de ansiedad y depresión desde los trece años, cuando se echó su primera novia, y a Alec le incomodaba que su madre no lo tomase lo suficientemente en serio, ni su esposo quisiera ayudarlo.

Le decían que la depresión era resultado de enfocarse en sí mismo y en su estado de víctima, y que saldría de ahí si solo considerara primero a los demás.

Raymond nunca había considerado a Alec, Gillian o Ivan sus hijos, ni tenía por qué hacerlo. Les había provisto y había dado la cara por ellos cuando fue necesario, pero Alec jamás lo había considerado su padre.

No podía. Era simplemente el esposo de su madre. Además, a Alec nunca le había caído bien.

—Es un legalista —le dijo a Erin.

Por mucho que tratase de ocultarlo, el pecho le punzaba cuando pensaba en ese tema.

No sabía en qué momento había empezado a hablarle de su familia, pero estaba herido y necesitaba desahogarse. Habría llamado a Jin Hyun, pero Erin respondió antes.

Se acarició la mejilla cubierta de acné con la manga de su sudadera gris, pues le dolía.

—No tiene misericordia, no ama a las personas... Cree que las emociones están mal; por eso, ninguno de los tres queremos hablar con él. Y mi madre... es muy manipuladora. Quiere controlar la vida de todo el mundo, incluso a Raymond.

Le dolía el estómago al pensarlo. Imaginarse a su hermano hecho un armadillo en el suelo porque su padrastro estaba más preocupado por su imagen social que por el chico le provocaba náuseas. Sus manos vibraban.

—¿Cómo está tu hermano? —le preguntó ella.

Alec se lamió los labios.

Estaba sentado en el suelo alfombrado, frente a la cama, donde había conseguido apoyar el teléfono verticalmente contra su laptop y un par de libros. Erin, sentada en su cama en un ancho chándal, con un velo echado sobre la cabeza y alrededor del cuello, arrojado hacia su espalda, lo contemplaba hablar.

—Trató de convencer a Gillian de mudarse con él —explicó él—, pero no quiso. Siempre hace lo que dice mi madre. Pero cumplió dieciocho años el día veintinueve, y ya había empezado a empacar cosas, porque mi madre nunca entra a nuestros cuartos. Y se fue de la casa.

—¿Tu hermano?

Mientras Raymond y su madre iban a cenar a su abuela, que vivía a cuarenta minutos de su casa, Gillian y el mejor amigo, o novio, de Ivan habían ayudado al muchacho a mover sus cosas al nuevo apartamento, aunque no se llevaría tantas cosas, cerca de una escuela calvinista. Gillian le prometió que no diría nada, pero su madre no había tardado muchos minutos en atar cabos.

—Pensé que se mudaría con tu padre —murmuró Erin—. ¿O no se conocen?

Alec se lamió los labios. Revisó sus cortas uñas y reparó en lo deshilachados que estaban los cordones de su capucha.

—Mi padre murió cuando tenía trece años.

La vio separar los labios ligeramente.

No estaba acostumbrado a decirlo, porque no creía que estuviera muerto.

Lo veía en sueños de vez en cuando y hablaba con él. En algunas ocasiones, se quejaba de lo que estaba pasando; en otras, se sentaban en silencio y lo observaba moverse de un lado a otro. A veces le decía cosas útiles; otras, dejaba que Alec lo resolviera por su cuenta. Y como le soñaba, no concebía que hubiese fallecido.

—Oh. Lo siento.

Alec negó con la cabeza.

—No te preocupes. Sigue vivo para mí.

Había perdido a su padre en un ataque terrorista en Malí sobre un convoy canadiense que transportaba heridos, pues pertenecía a las Fuerzas Armadas. En todos sus sueños, vestía un uniforme blanco con cordones dorados, y mantenía el mismo rostro que en las pocas fotos que le quedaban de él de hacía ya siete años.

—Mi madre tiró todos los recuerdos de él —le explicó a Erin—. Me quedé con sus libros y sus estudios bíblicos, pero ella se deshizo de su Biblia.

—Entonces os habéis criado con Raymond toda tu vida —dijo ella para aligerar la conversación.

Alec hizo una mueca.

—Desde que tengo quince años —le dijo—. Pero nunca tomará el lugar de mi padre. No es buen padre. Tiene un estándar para nosotros que jamás vamos a alcanzar. Por eso, los tres queremos irnos de casa. Gillian es la única que encaja con ellos, porque es igual de legalista y religiosa.

Erin hizo una mueca.

—¿Se han enojado con tu hermano?

Alec asintió. Se le había anudado el estómago otra vez.

—Sí. Mi madre me ha llamado hace un rato —admitió. Se limpió la nariz; estaba roja, pero no goteaba—. Está furiosa. Me preguntó dónde estaba Ivan y le dije que no sabía nada. Gillian le dijo que se había ido, aunque no sabía a dónde, y que estaba bien. Mi madre quiere buscarle, pero Raymond le ha dicho que irse de la casa era lo mejor que podía hacer si no se iba a arrepentir de sus pecados.

Omitió la parte en la que su madre lo culpaba de la escapada de Ivan por teléfono, y él permaneció callado, escuchando a Raymond de fondo quejarse de lo irrespetuoso, desconsiderado y malagradecido que era su hermano.

—¿Pero por qué lo acusan de esa manera? —inquirió Erin.

Alec tomó aire, aun con el corazón rebotando con locura contra su escuálido pecho, bajo la ancha sudadera gris, y exhaló. Debía prepararse mentalmente para la reacción de ella.

Sin valor para sostenerle la mirada, bajó la vista aguada hacia sus manos.

—Le llamé para preguntarle dónde estaba Cairo. Es mi gato y mi hermano lo cuidaba por mí.

—¿Se lo llevó?

—Sí. Está a salvo con él. Pero... me enteré de que ya no es mi hermano.

Erin frunció el ceño.

—¿Cómo?

—Ahora es mi hermana —dijo, hierático— y se llama Kendra.

La milla extraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora