12 | Un verdadero milagro

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—¿Es verdad que Raymond le pegó a Ivan?

Había llamado a su madre al borde de un ataque de pánico.

Normalmente no lo hacía porque siempre estaba cerca de Raymond y no había forma de hablar con ella sin que él interviniese, pero después de la última conversación con su hermano, dejó de importarle si su esposo lo escuchaba o no.

—No, no fue así.

—¿Dejaste que le pegara?

—Alec, tú ni siquiera estabas aquí. No has visto lo que pasó.

Lo que sabía era que Ivan estaba haciendo horas en su trabajo para llegar más tarde a casa, que cerraba la puerta de su dormitorio con cerrojo por si Raymond entraba a golpearlo y que tanto él como su madre habían dejado de dirigirle la palabra.

—Me dijeron que hasta que no me arrepintiera y pidiese perdón, no me hablarían —le había dicho Ivan.

Y Alec no había podido evitar llamar a su madre, porque era lo último que esperaría de ella. Sin embargo, daba igual que tratase de dialogar con ella porque siempre defendía a Raymond.

—No sé qué le está pasando a tu hermano —le contestó—. No sé si nos equivocamos en algo o si Satanás lo eligió porque es el más débil, y como somos una familia cristiana...

—Es que no tiene nada que ver con eso —la interrumpió Alec, desesperado—. Se trata de que a golpes no vais a arreglar nada. Tiene diecisiete años.

—Pues tal vez el problema fue no corregirlo antes —replicó su madre—. Entre Gillian y yo lo detuvimos, Alec. No le pasó nada. Pero Ray sí tiene razón y tenemos que hacer algo al respecto. No podemos tener a un hijo viviendo en pecado mientras vamos a la iglesia y...

—¿Pero qué ha hecho tan grave como para...?

  —Resulta que su mejor amigo es su novio en realidad, Alec. Y no solo eso, sino que han hecho todo tipo de aberraciones y tu hermano ni siquiera lo siente.

Frente a la isla de granito de la cocina, vacía porque los Pierson se habían ido a trabajar desde temprano, Alec sintió un agudo pitido atravesar sus oídos.

Su hermano, el pequeño, tenía novio. De repente, le dolía más el hecho de que su hermano no se lo hubiese contado que no saber reaccionar.

¿También creía que lo iba a juzgar? Había dicho que Raymond y su madre se asqueaban de él.  Pero lo último que pensaba hacer era enojarse. Lloraría, porque sentía que lo estaba perdiendo, y sufriría, porque sabía que ni su familia ni la iglesia se lo tomaría bien.

Predicaban del amor hasta que tocaba amar a alguien.

E incluso si decían que lo amaban, en realidad, en la privacidad de sus autos y sus casas, lo juzgarían y se referirían a él como un caso perdido, una desgracia o alguien podrido por dentro.

—Lo llevaré a hablar con el pastor —resolvió su madre al final—, y cuando se arrepienta, Ray hablará con él.

—No funcionará.

—Lo intentaremos de todos modos. No eres la persona más apropiada para decirme lo que crees que va a funcionar.

Alec sopló con fuerza.

Era evidente que algún día su madre se enteraría.

—Si estás hablando de...

—Llamé a Zion y resulta que ya no estáis juntos. ¿No pensabas decírmelo?

Alec se mordió el labio inferior por los nervios, tratando de arrancarse la piel. Quizá, si sangraba, dejaría de hacerse daño a propósito.

—No sabía cuándo —musitó.

La milla extraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora