45 | Todas las flores del mundo

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El tono que sonaba a la vez que se encendía la luz del cinturón de seguridad despertó a Alec. La oscuridad dentro del avión se tornaba violeta conforme las ventanillas de los pasajeros delante de él las subían. Para tratarse de un vuelo comercial, iba tan lleno que no había podido disfrutar de la soledad de su asiento; pegado a la ventanilla, se puso los audífonos y se durmió escuchando música, aunque cada hora una turbulencia lo sacudía, o una voz, o un mal sueño, y entreabría los ojos para descubrir que el pasajero junto a él se había levantado de nuevo.

Había ido al baño tantas veces como había querido para estirar sus largas piernas (y porque el respaldo del asiento le lastimaba la espalda) y tratado de comerse la cena y el desayuno de su bandeja.

Pero no podía evitar pensar en que lo habría pasado mucho mejor si Erin hubiese estado allí, en la pantalla de su teléfono, o en los mensajes.

No estaba preparado para verla.

Tampoco estaba preparado para el brusco cambio de idioma al bajarse del avión, tirando de su bolsa deportiva, con su pasaporte en la mano, y seguir los letreros que lo guiaban irremediablemente hacia el paseo por la aduana. El inglés roto de la policía que selló su pasaporte lo ayudó a entender dónde encontraría los taxis a la salida.

Atravesó el centro comercial del aeropuerto. Con una mochila colgada al hombro y la bolsa deportiva colgando de la otra mano, se dirigió a uno de los locales de cambio de moneda y entregó el billete que Kendra le había regalado.

"Estudiante de intercambio de Canadá. Soy un estudiante de intercambio y la universidad me mandó esta dirección en el correo. Se supone que contactaron con la familia."

Repasaba una y otra vez en su mente la historia inventada que les contaría a la hermana y cuñado de Erin cuando abriesen la puerta. Pero una vez se sentó en el taxi, con su ramo de girasoles en el que se había gastado los primeros seis euros, y le entregó la dirección al taxista, sus ojos se desviaron a la ventanilla. En otras circunstancias, habría tomado el tren, pero no sabría dónde bajarse.

A medida que bajaban la autopista hacia el centro de Ámsterdam, se dio cuenta de que era una ciudad mucho más pequeña de lo que había imaginado, pero más habitada que Saint Andrews o Bayside. Sobre su cabeza, el cielo permanecía nublado, tal como el piloto había anunciado a través de la radio en el avión al aterrizar.

Vio bicicletas, y calles de piedra concurridas, y edificios modernistas de ladrillos y marcos de madera. No se había mentalizado aún para encontrarse cara a cara con Erin, ni sabía cómo reaccionaría ella o su familia, o qué diría, ni tampoco pudo recrear la escena en su cabeza muchas veces, porque en menos de media hora, el auto se había detenido.

Pagó según la cantidad que vio marcada en el taxímetro y se bajó con sus mochilas. Entonces se encontró solo en la fría calle, ante el enorme edificio de apartamentos. Tragó con fuerza. Los latidos en sus oídos lo ensordecían.

Tocó al timbre una vez y, cuando escuchó a un hombre responder con "ja?", palideció hasta sentir que se mareaba.

—Soy... soy Alec Hovind, el estudiante de intercambio —respondió—. ¿Puedo pasar?

Hubo un silencio tan extenso que Alec creyó estar soñando. Tal vez no había cruzado el océano desde un continente a otro, quizá no estaba en otro país. Lo más probable era que aquello fuera producto de su imaginación. Eran las tres de la tarde, pero las nubes amenazantes oscurecían la ciudad como si estuviera anocheciendo.

La milla extraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora