07 | Sábado antes

390 59 143
                                    

«Hola, Alec. En realidad, no tengo a nadie que me enseñe. No tengo una iglesia ni amigos cristianos. Cuando encontré tu canal por primera vez, estabas contando la historia de Moisés. Por eso me quedé. Hace solo ocho meses que empecé a estudiar, pero no cuento con muchos recursos. Entiendo que estás ocupado, así que a lo mejor podríamos ser amigos. O en caso de que no quieras, ¿podría contactarte si tengo dudas?»

Alec Hovind acababa de revisar su correo mientras salía de capilla y, para su sorpresa, el chico del último correo le había respondido casi a la media hora de haber enviado el mensaje. Tomó un hondo suspiro al bloquear su teléfono.

No quería nuevos amigos, ni esforzarse para mantener relaciones mediante correos electrónicos, ni que alguien le estuviera haciendo preguntas como si no tuviera acceso a Internet. Pensó en recomendarle algunos nombres de pastores y varios libros para quitárselo de encima, pero se dijo que esperaría un par de días para que notara su desinterés.

Regresó a su cuarto tras recoger su comida para llevar en la cafetería universitaria y emprender el camino a su residencia; anochecía antes en diciembre por las pocas horas de luz. Una fina capa de nieve comenzaba a recortarse a los bordes de las aceras que flanqueaban el camino.

En el ascensor, releyó el mensaje. No estaba seguro de cuál era el movimiento correcto que realizar a continuación, pero cuando apartó la silla frente al escritorio y levantó la pantalla de su laptop, se lo pensó dos veces antes de cargar la partida del juego de Bladecry 2. Sacó la ensalada en la caja de plástico de la bolsa de cartón, a la que agregaría el aderezo, y abrió una nueva pestaña en el buscador.

«No sé si soy la persona indicada para ayudarte. No se me da bien hablar en público y hay muchas cosas que ni yo mismo entiendo. Tendría que dedicarle tiempo a estudiar y ahora mismo es muy difícil. Además, hay predicaciones en Internet que puedes ver gratuitamente. Te daré nombres de pastores. Espero que te ayude.»

No podía explicarle que Dios llevaba meses sin responder sus oraciones, sin darle ánimos ni ganas de seguir adelante ni de estudiar, que no tenía una buena relación con sus padres, que las cosas básicas, como orar y leer la Biblia, se habían vuelto tareas pesadas. No sabía qué estaba haciendo mal. Estaba perdido, pero ni siquiera se había salido del camino.

Se sentía atrapado en el día después a la muerte de Cristo, y el sábado se estuviese alargando demasiado.

Alec presionó el botón de enviar antes de arrepentirse. Probablemente la página contaba con respuestas automatizadas y, por esa razón, le contestaban tan rápido. Además, solo le llamarían "querido Alec" si estuviera así establecido por defecto, aunque él imitó la escritura para que lo identificaran.

No había terminado su ensalada cuando Jin Hyun entró al dormitorio, con su termo de té verde en la mano. Alec no se había quitado la cazadora forrada, mientras que su amigo se deshizo de la sudadera en cuestión de segundos después de entrar.

—¿Vas a ir a ver las luces de Navidad? —le preguntó Alec.

Jin Hyun, recuperando su termo de la mesa, asintió.

—Iré con Sheranee —le dijo, monótono— y con los demás.

—Te vi sentado con ella en la cena —admitió Alec, que se sacó el grueso suéter blanco de la cinturilla del jean.

—Y con los demás.

El rubio rodó los ojos.

—Era obvio que te gustaba alguien de ese grupo —protestó.

Sheranee era una chica de India perteneciente al grupo de cinco amigos de Jin Hyun; el hermano mayor del surcoreano, que estaba haciendo una maestría en el campus, había formado ese grupo de amigos en el que incluía a Jin Hyun.

Jin Hyun tenía una relación de amistad bastante tóxica con todos los amigos de su hermano, e incluso con este, porque siempre se comparaba con él y lo hacía sentir insuficiente, pero Jin Hyun se defendía con que así se llevaban.

—Nos empujamos, nos decimos lo horribles que somos y cuánto nos odiamos —le había explicado una vez cuando Alec lo cuestionó—, pero sabemos que nos donaríamos un riñón unos a otros si lo necesitáramos. A todos nos hace falta un amigo así.

—Un amigo así arruinaría mi salud mental —había replicado Alec.

—¿Y una novia no?

Alec se calló. Esa charla ocurrió cuando estaban en segundo año, cuando recién se conocían, y bajaban el pasillo del edificio administrativo hacia el gimnasio de hombres juntos.

En ese entonces, Alec no acostumbraba a hacer ejercicio, aunque quería intentar meterse en el hábito con el propósito de ser mínimamente saludable, mientras que Jin Hyun iba al gimnasio tres veces por semana.

Dejó la costumbre poco después.

—¿Vas a ir con tus amigos? —le preguntó Jin Hyun, sacándolo de sus pensamientos.

Alec tardó un segundo en recordar que hablaba sobre el evento de las luces.

—No sé.

Se levantó para tirar el empaque ya vacío a la basura y, al dar la vuelta, chocó con su reflejo en el espejo sobre la cómoda. Y de nuevo, las ganas de llorar lo invadieron. Se acercó, resoplando, y apartó el lacio flequillo rubio de su mejilla recubierta de acné.

Las cicatrices dolían cuando las yemas de sus dedos las rozaban; los granos más cerca de su barbilla y labios empezaban a amoratarse.

No negaría que siempre había odiado su rostro. Había luchado con el acné desde los diecisiete años y no lograba deshacerse de él. Confiar en que un día desaparecía por su cuenta no estaba funcionando. Resopló con fuerza.

—¿Qué te pasa?

La voz de Jin Hyun, seca y con su cerrado acento coreano, quedaba demasiado lejana.

—No entiendo por qué no puedo tener una piel normal —murmuró, inseguro—. Doy asco.

—Alec, no vayas por ahí.

—Sabes que tengo razón —replicó, volviéndose a él.

Estaba cansado y la nube atormentadora de pensamientos negativos comenzaba a cernirse sobre él, de forma que Jin Hyun dejó caer el portaminas, fijos los ojos sobre el rubio.

—Nunca me has dado asco, Alec.

Desganado, Alec se dirigió a la cama de Jin Hyun para dejarse caer justo a la orilla, donde vería a Jin Hyun en diagonal.

—Porque soy tu amigo. Pero me duele, Jamie. Y todas mis fotos de recuerdo de la universidad van a tener esta asquerosa cara en ellas.

—No das asco —repitió Jin Hyun, tan quedo como de costumbre—. A nadie le das asco, Alec. Deja de repetir mentiras. Esos pensamientos no son tuyos: no los creas. No son verdad.

—Zion también lo pensaba.

Jin Hyun lo miró de nuevo. Alec había clavado los codos en sus rodillas para apoyar la barbilla en sus puños.

—Lo siento, pero... Zion siempre ha sido una persona muy superficial.

—Eso piensas ahora que hemos terminado.

—No es justo que consideres lo que decía una persona que no te quería —se quejó Jin Hyun, que se echó contra el respaldo de la silla del escritorio—. Es egocéntrica y opinaba sobre el físico de todo el mundo. ¿No le dijo a tu amigo Hanniel que tenía que bajar nueve kilos para conseguir novia? ¿Qué tipo de persona dice ese tipo de cosas? Es un problema de salud, Alec, y no es correcto juzgar la salud de nadie.

Jin Hyun no lo percibía a tanta distancia, pero las pálidas manos de Alec temblaban.

De repente, quiso romperse, bajar la guardia. Pero no podía robarle el tiempo así a su amigo. Arrugó la frente para no llorar.

Y Jin Hyun, que se dio cuenta, suspiró.

—¿Quieres hablar, un abrazo, que te ignore o...?

—Un abrazo, Jamie. Siempre quiero un abrazo.

La milla extraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora