22 | Noventa días

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—¿Pasa algo?

Llovía con fuerza.

Alec no se había dado cuenta, pero se habían roto las nubes sobre las residencias y ahora la lluvia salpicaba los cristales, las paredes y las puertas con tanta violencia que creyó que el campus se inundaría.

Después de que Hanniel especificara que se encontraba en su coche, frente a la puerta de la residencia de Alec, este cambió el pantalón de pijama por un jogger negro, sus deportivas más sucias y un abrigo con capucha, para bajar y atravesar la entrada, hasta el bordillo de la acera, donde reconoció el auto de Hanniel estacionado.

Consiguió abrir la puerta y se retiró la capucha al caer sentado en el asiento de copiloto.

Se negaba a usar paraguas porque luego olvidaba dónde los dejaba. En cuatro años de universidad, había comprado siete paraguas que había olvidado en los lugares más recónditos o que alguien le habría robado, ya que ni siquiera escribía su nombre en la tela.

—Necesito hablar contigo. No sé con quién más hablarlo y eres el único que no me juzgaría.

Alec parpadeó.

No sabía cómo había llegado a esa conclusión él solo, pero se mentalizó, porque si Hanniel no quería ser juzgado, entonces necesitaba pensar en cómo reaccionaría a lo que fuera que le contase.

—¿Qué ha pasado?

—Es sobre Matt.

—¿Hablaste con él?

—Sí.

Hanniel apretaba el volante entre sus manos.

Alec incluso vio sus nudillos teñirse de blanco por la fuerza que ejercía y, sin razón alguna, su corazón comenzó a acelerarse. Le pegaba justo en el centro del pecho, desatado.

Se preguntó si debía indagar un poco más, porque Hanniel separaba los labios, aunque sin decir nada, pero al cabo de unos cuantos minutos, al final liberó un ruidoso suspiro.

—No sé cómo decirlo.

Alec se apartó el cabello rubio de los ojos para observarlo.

—¿Lo habéis arreglado? —inquirió, pero Hanniel negó.

—Tenías razón —murmuró—. Cada vez que me acerco a él, me pongo peor.

Alec tragó con fuerza. Ya no sabía si eso era bueno o lo estaba culpando indirectamente.

Pensó en qué más preguntar, pero de repente Hanniel liberó el volante y giró el rostro hacia Alec, que empezó a sentir la incomodidad en su rostro.

—Tengo un problema, Alec.

—¿Con qué?

Estaba demasiado cerca de Hanniel, en un coche, a oscuras, en medio de la lluvia, y sabía que nada bueno saldría de lo que fuera que estaba a punto de confesarle. Lo vio sacar su teléfono y desbloquear la pantalla; le temblaban las manos.

Parecía estar buscando algo, pero Alec no lo alcanzó a ver. Al final, Hanniel se rindió y recargó el teléfono entre sus muslos.

—Con la pornografía.

Alec no se inmutó.

De hecho, le habría sorprendido que alguno de sus amigos no lo hubiese tenido a excepción de Benjamin, el único que flotaba en santidad las veinticuatro horas del día.

—Es normal —respondió.

—No, no es normal —protestó Hanniel, y Alec vio sus ojos verdosos centellear—. Es porno gay, Alec. Doy asco.

La milla extraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora