50 | La pena del silencio

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"Desde Sion te bendiga Jehová, el cual ha hecho los cielos y la tierra."

Erin pasó suavemente la página de su pequeña Biblia violeta. Lo pensó un rato y al final decidió que se quedaría con el mismo versículo del salmo 134 que Alec.

—Pero también me gusta la idea de estar en la casa de Dios por las noches —murmuró.

—Si la iglesia fuera un lugar tan romántico como te lo quieren pintar.

Eran las nueve de la noche de un domingo cualquiera. La lluvia caía como una fina cortina contra la ventana, de modo que a duras penas se veía qué había al otro lado. La única luz que se distinguía entre la densa niebla era la de las farolas. Así había estado desde el mediodía, pero al principio había llovido tan copiosamente que resolvieron pasar la tarde jugando juegos de mesa con tal de matar el aburrimiento.

Pero terminaron peleándose.

—¿Sigues enojada conmigo?

Vio los ojos negros de Erin elevarse de la Biblia hacia él. Ni siquiera intentaría sonreír.

—No.

—¿Estás decepcionada de mí?

—Da igual ya, Alec.

Estaba enojada, pero lo reprimía en la voz y en los dientes.

Todo había comenzado a las tres de la tarde de ese mismo día, después de comer, cuando la pesada lluvia canceló cualquier plan que hubiesen podido hacer de recorrer la ciudad. Erin se había girado a su hermana para preguntarle si le molestaba que ella y Alec jugasen juegos de mesa en el cuarto de él; Samiya, después de acribillarla con la mirada y de analizarlo a él de arriba abajo, atenta a indicios de sospecha, al final consintió si dejaban la puerta abierta.

Erin no tenía intenciones de cerrarla de todos modos.

Sentados en el suelo (él de piernas cruzadas y ella a un lado), uno frente al otro, sobre la alfombra beige que asomaba bajo la cama, perdieron la cuenta del tiempo sin saber cómo. Ella colocó fichas con números en ellas en círculo a los que asignaron temas según los colores de las mismas tarjetas. Luego giraban un vaso de plástico, que fue lo primero que se encontraron en el dormitorio de Erin porque pintaba con acuarelas para sus clases de arte, y por turnos se hacían preguntas.

—¿Cuántos hijos quieres tener?

—Cuatro, ¿y tú?

Alec sonrió al mirarla.

—Tres.

Familia, relaciones personales, teología, trabajo e iglesia eran algunos de los temas que surgían, y el de la familia, asignado al color azul, era el que más se repetía.

Cuando el vaso apuntaba hacia alguno de los temas relacionados con teología, Erin le hacía preguntas sobre la salvación o cómo funcionaba la adoración o el código de vestimenta de una iglesia, y Alec basaba sus respuestas en la suya en Bayside o la del campus porque no conocía otra.

—¿Hace cuánto no vas a la iglesia?

Alec clavó sus pupilas en las de Erin, que había girado el vaso. Quiso sonreír, pero no pudo, porque la seriedad en la cara de ella lo agobiaba.

—Desde que llegué a tu casa —replicó, y Erin chasqueó la lengua.

—No, me refiero por voluntad propia —masculló, enderezándose en su sitio—. La iglesia de la universidad no cuenta si te obligan a ir.

—Bueno, no me siento parte de la iglesia de mis padres, así que...

—Pero es a la que has ido toda la vida.

La milla extraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora