Epílogo

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En enero, el lago se congelaba. Los árboles se alzaban como postes negros, cubiertos por un manto níveo. Había nevado durante días, desde Navidad, y el escudo de hielo cristalino, tan compacto que las cuchillas de los patines apenas le causarían rasguños, resplandecía bajo los débiles rayos de sol, aunque la mayor parte del tiempo el cielo blanco impedía su paso. Las temperaturas habían bajado, así que Alec Hovind ahora trabajaba desde el garaje de su casa, tras una puerta cerrada que amortiguaba los ladridos de los perros.

Gillian se los había llevado a su nueva casa, aunque solo por un tiempo, porque descubrió que, si quería tener un huerto en su patio trasero y dedicar cada minuto a hornear pan, no podía cuidar de los perros ella misma.

Aquel sábado era diferente. Aunque Alec había tenido que quedarse a trabajar a remoto, pues la nevada le impedía bajar a Saint Andrews, no podía esperar a que dieran las cuatro.

Erin Mahmouti había pasado el día anterior viajando y llegaría a las once de la mañana. Con el teléfono entre las manos, siguiendo los horarios de las capturas de pantalla que Erin le mandaba, Alec había salido a la cocina antes de que sus padres se fueran para repetirles que la chica aterrizaría a las once.

—Le encantan las ensaladas griegas —insistió—, con queso feta, o como se llame, y el chocolate negro, y...

—Sí, Alec, no te preocupes, la alimentaremos —lo interrumpió Raymond.

Acababa de ponerse el grueso chaquetón marrón, porque otra vez estaba nevando. Los copos apenas rozaban el cristal de la ventana antes de deshacerse, así que Alec rezó para que el clima no estorbara el aterrizaje en Halifax.

—Dudo que haya girasoles —murmuró su madre, que estaba colocándose las botas—. Si no hay...

—Rosas: también le encantan. No tardéis.

—Tranquilo, estaremos aquí a las cuatro.

—A menos diez, por favor.

No estaba preparado. Era la primera vez que Erin visitaba Canadá y se la presentaría a sus padres. En el bolsillo de su sudadera azul, el anillo desprendía chispas que quemaban su estómago por dentro. Erin se quedaría con los Pierson diez días mientras sus padres decidían si convenía que pasara el resto de sus vacaciones con ellos, ya fuese en el antiguo dormitorio de Ivan o de Gillian.

Por primera vez, no tenían un plan.

En cuanto terminó su última clase, diez minutos antes porque Alec no aguantaba la tensión, cerró el portátil y agarró su abrigo gris, que se colocó sobre la sudadera marina.

—Ya estoy listo.

Iba poniéndose las botas mientras bajaba por el pasillo, una vez atravesó la puerta del garaje; había oído las llaves estrellarse contra el mostrador de la cocina, pero, cuando entró, su madre estaba rellenando de café su termo.

—¿No se te olvida nada?

—No. —Agitado, Alec se pasó el dorso de la mano por la frente; comenzaba a sufrir olas de calor a pesar del frío—. ¿Cómo está Erin? ¿La habéis visto?

Su madre asintió varias veces; probó el café antes de enroscar la tapa.

—Está bien, tuvo un buen vuelo. Y es preciosa.

Un suspiro de alivio abandonó los pulmones de Alec.

—¿Estaban allí los Pierson?

—Nos encontramos con ellos a medio camino del aeropuerto —le explicó mientras esperaban a Raymond, que había salido a la caseta de los perros—. Me prometieron que la llevarían a comer ensalada griega, aunque no entiendo a quién se le antojaría lechuga con este clima.

La milla extraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora