52 | Caído de la gracia

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—Alec, creía que no llamarías nunca.

La voz de Jin Hyun atravesó la línea y cosquilleó el centro del pecho de Alec. Era la sensación más cálida que había sentido desde que Erin no estaba.

—Lo siento, no he tenido tiempo —mintió.

Todavía con lágrimas secas en la cara, Alec se había sentado sobre su cama, abrazado a sus piernas. Pegaba la espalda a la pared. Pronto sería la hora de la cena, pero le aterraba abandonar su cuarto, pues no sabía si todos lo juzgarían con la mirada al sentarse.

—¿Cómo has estado?

Alec hizo una mueca.

—Más o menos —admitió—. Pasé el verano con Erin, pero... creo que volví a equivocarme.

—Dijiste que ella era para ti.

—Es demasiado complicado.

Jugaba a pellizcar las arrugas en su jean claro. Le quedaba grande porque había vuelto a perder peso.

Jin Hyun no contestó de inmediato. Había notado en la voz de Alec que estaba triste.

—Ya veo. ¿Estás trabajando? —quiso saber.

—No. No sé en qué quiero trabajar.

No sabía por qué tenía tanto miedo de decirle la verdad, a pesar de que Jin Hyun había contestado a la primera.

—Encontrarás algo que te guste —le dijo—. ¿Cómo están tus padres?

—Bien.

—¿Y tu hermano?

Alec sopló con fuerza. Bajó la vista a sus rodillas y, en el suelo, vio su guitarra rota. No había tenido fuerza de levantar los pedazos.

—Bien también —murmuró—. Tiene novio y trabajo y... le va bien mejor que a mí.

Sintió a Jin Hyun sonreír al otro lado.

—El Señor tiene misericordia de todos nosotros.

Alec no respondió. Se le había trenzado la garganta y, si hablaba, se desmoronaría. Le dolía la mandíbula de apretarla para no llorar.

Y como no dijo nada, Jin Hyun esperó varios minutos. Cuando Alec revisó la pantalla de su teléfono, ya habían transcurrido tres minutos y medio sin que ninguno hablara.

—Perdón, es que... —Se limpió la boca con el dorso de la mano—. Perdón, no sé qué decir.

—Alec, no dejes a Erin. No debería acabar así.

 Alec guardó silencio.

Recordaba todas las lágrimas que Erin había derramado en su casa y se arrepentía de haberla hecho venir.

—Es que ella no puede dejar a su familia —murmuró—. No saben que es cristiana. Y yo no puedo traerla aquí conmigo. No tengo nada que darle. Es como si estuviera en un limbo y no pudiera avanzar en ninguna dirección.

—Debe haber alguna indicación, Alec, o una señal. Porque todavía tienes deberes y compromisos que cumplir. Tienes una responsabilidad como hijo, como hermano mayor, como novio de Erin, como parte de una iglesia... Claro que puedes encerrarte, pero solo un tiempo y, cuando hayas descansado, salir a cumplir. Fingir que no existen esas tareas no es una opción.

—Es que no quiero hacer nada, Jamie.

—Ya lo sé, pero recuerda que no lo haces para ellos. Lo haces para Dios. Tu responsabilidad, y tu recompensa, es con Dios.

Alec se lamió los labios enrojecidos. Parpadeó, clavando la mirada en el techo, para evitar derramar más lágrimas.

—Te quiero, Jamie.

La milla extraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora