57 | Las rosas de Damasco

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—¿Cómo te sientes, cariño? ¿Has dormido bien?

Alec clavó los ojos sobre su madre. Por sus ojeras, esas que aparecían cerca de sus pómulos cuando no descansaba, supo que había pasado gran parte de la noche despierta, probablemente revisando el baño y las puertas de los cuartos de Gillian y Alec, por si acaso él intentaba otro método.

También supuso que de eso hablaban, porque los dos parecían igual de consternados, o aliviados, ahora que lo habían visto salir de su habitación.

—Sí.

—¿Quieres desayunar?

—Tengo que contaros algo —sentenció, quedo—, pero necesito que me creáis.

Ninguno se movió. Su madre sorbió su café con canela; su padrastro, apoyado un codo encima del mostrador de la cocina, no quitó de él la mirada. Y cuando Alec comenzó a sentir que menguaba y palidecía, como si en vez de veintidós años regresara a tener trece, supo que debía decirlo cuándo antes o perdería la poca esperanza que lo mantenía en pie.

—¿Qué pasa?

—Es acerca de la universidad y... por qué me expulsaron.

Raymond apartó su taza vacía de café.

—Ya lo sabemos, Alec —le dijo—. Nos llamaron del departamento de admisiones. No te preocupes.

—Es que no fue por lo del viaje —masculló él, que continuaba tan rígido y erguido que comenzaban a dolerle el cuello y los músculos de la espalda—. Yo nunca hice nada para que me expulsaran.

El corazón le daba tumbos en el pecho; no respiraba bien. Si no se concentraba para relajar los puños, el dolor de clavarse las uñas en las palmas le recordaba que estaba apretando con demasiada fuerza.

Intentó rendir los hombros y los contrajo.

Estaba aterrado.

—¿Entonces por qué nos dijeron que fue por mentir?

Tan pronto como separó los labios, la mente de Alec se quedó en blanco. ¿Por dónde empezaba? ¿Qué debía decir? ¿Y si defendían a Zion? ¿Y si lo acusaban de haberlo imaginado? Ya les había mentido una vez, al punto de escapar del país sin que ellos lo supieran. No tenía derecho a pedirles que le creyeran.

Pero su madre arqueó las cejas, a la espera de una explicación, y él por fin parpadeó.

—Fue porque Zion me acusó de haberla difamado —soltó, comprimido el pecho por la falta de aire.

—¿Zion? —oyó a su madre preguntar, exagerando el tono interrogativo—. ¿Zion Davis? ¿Pero no habías terminado con ella?

Alec se lamió los labios.

—Fue después de la ruptura —masculló—. Yo no la estaba difamando, estaba buscando respuestas porque ella misma me confesó que me había...

Su voz murió.

No quería decirlo. Necesitaba una palabra más suave, más pequeña, o sonaría tan serio que sentiría que otra vez buscaba la atención de la gente. Unas violentas ganas de disculparse se apoderaron de él, pero en lugar de pedir perdón, tomó aire y, tras un fugaz "Señor, dame fuerzas" mental, bufó.

—Yo no quería hacer nada con ella antes de tiempo. Pero Zion se enojó porque no quise compartir cuarto con ella y me drogó para tocarme a la fuerza —soltó, tan rápido y monótono que se preguntó si le entendían o tendría que repetirlo—. Y me quedé dormido, pero sí noté que tenía cortes tres o cuatro días después. Nunca lo relacioné hasta principios de año. Y no, no fue un sueño.

La milla extraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora