15 | Si Dios no se equivoca

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La vuelta a clases en enero transcurrió con normalidad para los tres mil setecientos estudiantes del campus, pero a Alec le dolía el pecho con cada paso que daba.

Regresó a su dormitorio un domingo por la tarde, después de comer con los Pierson, y ellos lo ayudaron a trasladar su maleta a la residencia estudiantil.

Como adormecido, se dirigió al mostrador y le enseñó su tarjeta de estudiante al monitor de la entrada, que lo dejó pasar. El muchacho presionó el botón del ascensor y esperó a que este bajara; otros chicos se subieron con él, cargados de maletas, y se vio obligado a intercambiar alguna que otra palabra con sus amigos del club. Le preguntaban por sus vacaciones y por su interés en el baloncesto que jugarían ese semestre, pero nadie convencería a Alec jamás de hacer ejercicio. Ya había intentado ir al gimnasio varias veces y siempre terminaba dejándolo porque no soportaba las miradas de los demás.

Su mente le recordaba, como una canción en bucle, que nunca sería atractivo. Había aceptado que no era guapo y que, si alguna vez alguien se fijaba en él, lo cual no era su meta en la vida, sería porque Dios mismo había movido la cabeza de la otra persona en su dirección.

Arrastró la maleta hacia su dormitorio, al final del pasillo de la derecha en el octavo piso, sobre el suelo alfombrado, y posó la tarjeta sobre el lector digital para abrir la puerta. Como suponía, Jin Hyun ya se encontraba allí, desdoblando su ropa de la maleta para luego acomodarla.

—¿Cómo estás? —fue lo primero que le preguntó, y Alec se encogió de hombros.

Dejó su tarjeta sobre el escritorio en el centro y, tras un pesado suspiro, se echó el lacio flequillo hacia atrás.

Estaba triste, estresado, presionado y horriblemente deprimido.

Separó los labios para explicarlo, pero no fluyó la voz. Se le atrancó en la garganta y Jin Hyun, dejando la prenda sobre su litera, se acercó a él para tomarlo del hombro y girarlo hacia sí.

Y lo abrazó.

Esperó en silencio hasta que Alec respondiera al abrazo, porque no tenía fuerzas, y luego le frotó con cariño la espalda.

—Está bien —le dijo, seco como de costumbre—. Podemos hablarlo cuando estés listo.

Luego le palmeó un omóplato.

Esa noche, al acostarse en su colchón, en la oscuridad de la noche, fija la vista en la base de la litera sobre él, tragó fuerte y se preguntó por qué tenía tanto miedo. La universidad siempre le había causado ansiedad, porque la mayor presión de su vida había sido sacar las mejores calificaciones de toda la clase, pero esta vez había algo más.

No se trataba del ejemplo que debía dar, ni de sacar A y B para quedar en la lista honorífica y recibir un reconocimiento académico. No se trataba de su perfeccionismo, su diligencia, su fuerza de voluntad.

Dentro de sí, se libraba una batalla.

Erin había reaccionado bien cuando le informó del cambio de nombre y pronombres de su hermano Ivan: no hizo ninguna mueca ni torció el rostro, sino que asintió y dijo que oraría por él.

Pero para Alec no era tan sencillo asimilarlo.

Había crecido con Ivan. Creía conocerlo como a la misma palma de su mano. Nunca imaginó que no se sintiera cómodo con su cuerpo al punto de desear ser alguien más, que no se identificara como hombre.

Ambos habían crecido en una familia cristiana, asistido a la iglesia cada domingo y recibido la misma educación. No entendía por qué no lo había visto venir, por qué jamás se lo imaginó.

Y no podía creerse que su hermano de verdad quisiera ser mujer.

—No lo entiendo —le había dicho a Erin hacía algunos días, antes de regresar al campus, cuando hacían videollamada desde la casa de los Pierson; había desviado la vista para que ella no viese sus ojos aguados—. No quiero decir que está mal, pero... Raymond le pegó. Los pastores de la iglesia dijeron que está acusando a Dios de cometer errores si no acepta quién es. Mi madre quería llevarlo al psicólogo, pero Ivan se niega. No puedo, Erin. No puedo llamarle con otro nombre.

Escondió el rostro en sus muñecas para respirar hondo.

De repente, no sabía quién era su hermano, el pequeño, por el cual daría la vida. Ya no le conocía. Ahora se cuestionaba cuántas otras cosas Ivan le había escondido por miedo a ser juzgado, y caía en la cuenta de que nunca le había prestado la suficiente atención a sus sentimientos.

Kendra le había dicho que seguía siendo el mismo Ivan que Alec conocía, pero Alec sabía que mentía.

Kendra tenía otras opiniones, otros valores, otros principios. No era el chico con el que se había criado: ese chico se había rebelado contra sus padres y su iglesia para buscar su propio camino, y no compartían ya nada en común. Ni siquiera tenían el mismo Dios en común.

—Quiero que sepa que le quiero —insistió el chico, destapándose al fin la cara: se le había sonrojado por el llanto—, pero no sé qué hacer. Si Dios no se equivoca, ¿por qué él se siente así? Si Dios no comete errores, ¿por qué mi hermano nunca se ha sentido cómodo?

Erin no supo responderle. Solo se acarició los brazos, sobre el jersey beige, y al final, encogió los hombros.

—Lo siento, Alec.

Alec había sacudido la cabeza antes de hundirla en sus antebrazos para sollozar.

Su corazón se estrujaba cada vez que pensaba en su hermano. Desde que el mismo Ivan se lo dijo por mensaje, él no perdía las ganas de continuar.

¿De qué servía orarle a un Dios que no daba señales?

Miles de preguntas y dudas circulaban en su cabeza; procuraba buscar respuestas que encajaran con lo que sonaba mejor, y no las hallaba, ni Erin las tenía.

—No seas tan duro contigo —fue todo lo que ella le dijo—. Necesitarás tiempo para procesarlo, y tu hermano debería entenderlo. No te obligues a ver las cosas desde su punto de vista.

Alec cenó con Jin Hyun el miércoles, a las seis, después del servicio de iglesia de inicio de semestre, porque en cuanto regresaran a la residencia, el chico agarraría sus audífonos y se refugiaría en el último videojuego que se había comprado para evadir la realidad.

Le había hablado de las últimas noticias sobre su hermano Ivan, e incluso le enseñó las fotos que Gillian le había enviado, y debía admitir que no parecía un chico en lo absoluto.

Alec no tenía idea de que su hermano supiera maquillarse tan bien: el delineador negro, las pestañas, el labial y la sombra en los pómulos realmente lo hacían ver femenino. Además, había renovado todo su armario y, dado que era invierno, vestía con ropa ancha que tapaba la silueta recta y plana de su cuerpo.

Si Alec no hubiera sabido que se trataba de Ivan, habría asumido que se trataba de una muchacha.

—Quiero pensar —le confesó Jin Hyun— que, después de cada tristeza, llega la alegría.

Alec hizo una mueca.

Había algún salmo en la Biblia que sonaba exactamente igual.

—Es decir, hay una bendición de camino.

El rubio no alzaba los ojos de su plato.

—¿En serio?

Los ojos de Jin Hyun, negros como la profundidad del océano, lo observaban casi sin pestañear. Con su camisa blanca remangada y el cabello negro sobre la frente, además de la piel lisa, parecía un muñeco de porcelana, mientras que Alec luchaba por encontrar un traje que no le quedase como un saco de patatas o tan ajustado que le robara la movilidad. De hecho, le costaba doblar el codo para enredar la pasta alrededor del tenedor por culpa de la chaqueta que se había enfundado.

—Te he visto leer la Biblia todos los días, Alec, y orar aunque nadie más lo haga. No he conocido a alguien que ame tanto a Dios como tú. Él no te abandonará, lo sé.

La milla extraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora