Era viernes y Alec por fin había aceptado ir al centro de deportes con sus amigos.
Solían ir algunos fines de semana después de cenar, ya que el centro quedaba relativamente cerca de Haven, el comedor, y de las residencias masculinas. Alec no iba porque detestaba socializar y hacer deporte, pero aquel viernes accedió porque Benjamin lo convenció.
Benjamin tampoco solía jugar. Vestido con su camisa celeste y pantalón de pana, cargaba la Biblia bajo el brazo y, mientras los demás jugaban, se sentaba en una de las mesas a contemplarlos; Alec, al darse cuenta, decidió sentarse con él.
Debían de ser las ocho de la tarde.
Matt había accedido a ir, aunque había traído a dos amigos más, Philip y Nathaniel, que invitaron a su vez a Bethany, Hadley y dos chicas más.
Alec ni siquiera se molestó en presentarse o en entablar conversación con ellas, sino que se mantuvo al margen, sentado a la mesa donde Jackson, Hanniel y Matt habían dejado sus mochilas y chaquetas deportivas.
Sobre la mesa, entraba y salía del chat con Erin, en espera de algún mensaje. No había leído el salmo que le correspondía aún, por lo que no le había escrito todavía; no había tenido ganas de leer porque aún no se le quitaba el amargo sabor de boca desde que Cortland lo había llamado.
Se preguntaba si Hanniel o Jackson lo sabrían, si se acordarían, o si se burlaban de él a sus espaldas. Quería creer que no eran tan crueles. Pero... ¿no lo sabían? ¿O evitaban el tema?
Al cabo de veinticinco minutos, pensó en rendirse y abrir la aplicación de juegos con tal de distraerse. Por más que observase a Hanniel, Jackson y a las chicas hacer rodar la bola por el pasillo para derribar los bolos, pues estaban en la planta de la bolera, en la línea siete, no le llamaba la atención aprender nada.
Jackson, uno de sus amigos ujieres, le había insistido dos veces para que probase, pero Alec repuso que le dolía el estómago. No era del todo mentira.
Siempre que sufría de ansiedad le dolía, y el hecho de que Hanniel no le hubiese escrito en tanto tiempo desde que acordaron su reto de los noventa días lo preocupaba más que lo aliviaba.
—¿Pudiste hablar con Hanniel?
La voz de Benjamin, la más grave de todos sus amigos, arrancó a Alec de sus pensamientos de cuajo: estaba sentado a su derecha, por lo que alzó la mirada de su juego para clavarla en los ojos verdes de su amigo.
Sabía que Benjamin también estaba preocupado.
Era el que compartía devocionales todas las noches a la hora de la cena, desde que Alec evitaba el comedor por su depresión, el que oraba por ellos, el que les daba versículos escritos en tarjetas y los animaba a ir a las reuniones de oración. Siempre estaba entusiasmado por las conferencias bíblicas, por participar en actividades sociales de clubs cristianos y por evangelizar.
Y a pesar de que Alec se sentía igual de triste y solo que siempre, cuando miró a Benjamin, le dio la sensación de que él le escucharía.
—Sí.
—¿Hay algo que podamos hacer por él?
Alec se encogió de hombros.
—Estoy intentando ayudarle —confesó—, pero si quieres, luego hablamos.
Hanniel no le había dado permiso de compartir sus luchas, ni tampoco él había preguntado, pero Benjamin no era el tipo de chico que correría un rumor ni lo hablaría con nadie más. Se limitaría a orar por él y, dado que era el más consternado del grupo por Hanniel, Alec decidió contárselo.
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La milla extra
Teen FictionDicen que un viaje de mil millas comienza con un solo paso. *** Alec creía que conocía a Dios. Había crecido en una familia cristiana, iba a la iglesia, oraba, leía la Biblia, no fumaba ni bebía, ni iba a fiestas. Hacía todas las cosas correctas par...