26 | Disforia

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Alec: Salmo 31:12. 6:37 p.m.

Erin: Salmo 31:22.

¿Estás bien? 6:58 p.m.

Alec: No. 7:00 p.m.

Erin: ¿Quieres hablar? 7:01 p.m.

Alec: Sí. 7:01 p.m.

Estaba sentado frente a su escritorio, con la Biblia abierta, cuando la videollamada de Erin entró a su laptop. Cerró la pestaña del juego con el que había tratado de despejar su mente sin éxito, porque hablar con extraños por Internet empezaba a cansarle.

Que Erin hubiese deducido que se sentía mal por un solo versículo que había enviado, en cierto sentido, le abrigaba el corazón.

—Me gusta tu sudadera.

Alec la miró bajo las cejas. Ni siquiera tenía fuerzas para sonreír.

Usaba una sudadera blanca con la frase "ponder the way" en letras cursivas, negras, con la capucha puesta, porque así su cabello rubio se mantendría pegado a sus mejillas y escondería su acné un rato más.

—Gracias.

—¿Qué ocurre?

Alec resopló. Le dolía el estómago.

—Es mi hermano.

Erin no dijo nada. Observaba a Alec repiquetear los nudillos contra la mesa por los nervios; su otra mano jugueteaba con los cordones de la capucha.

Ella usaba un delgado suéter rosado de pijama y Alec alcanzaba a ver sus delgadas muñecas conforme movía las manos hacia su rostro, para asegurarse de que la gruesa bufanda violeta y rosa que se había envuelto alrededor de la cabeza le cubría el cabello.

—Estás pálido.

Alec hizo una mueca. No quería ser cortante con ella, pero si decía algo más, rompería en llanto.

Había pasado casi todo el día solo, estudiando y trabajando en sus proyectos, y se saltó la cena porque no quería enfrentarse a sus amigos y fingir una sonrisa.

Por eso, había subido a su cuarto y se había metido en uno de sus juegos, donde charló con los cuatro espectadores que se conectaron hasta que se fueron. Entonces, como le dolía el estómago, cerró el juego y empezó a leer su Biblia.

—¿Has comido?

Alec negó.

—No he tenido tiempo.

Erin rindió los hombros.

—Dijiste que ibas a cuidar tu salud —murmuró con suavidad, y Alec volvió a mirarla.

—Ya no tengo ganas.

—¿No tienes snacks en tu cuarto?

Ya era demasiado tarde para Erin, considerando que en Ámsterdam era medianoche.

Por tanto, Alec, que estuvo a punto de replicar que no necesitaba que alguien lo cuidase, decidió no complicar las cosas y, tras observar su dormitorio, vio el tarro de crema de cacahuete en la estantería incrustada en la pared.

En el segundo estante, tenía todos sus libros apilados, cuadernos y lápices, y algunas carpetas y diseños que pronto tiraría; en la primera, estaban la crema de cacahuete y las barritas de cereal, y más papeles, libros, cuadernos de oración, un paquete de cubiertos de plástico y dos termos de café.

Se puso en pie, casi renegando, para arrastrarse hasta el mueble y agarrar el tarro y una cuchara de plástico; una vez regresó al escritorio, se detuvo para abrir el mini-frigorífico que había detrás de su silla para robarle una manzana a Jin Hyun, aunque él siempre le compartía fruta y queso deshebrado.

Por fin frente a Erin, mordió la manzana; luego hundió la cuchara en la crema de cacahuete y la untó sobre el siguiente mordisco.

—¿Qué pasa con tu hermano?

—He visto sus publicaciones —murmuró—. Es como si no le conociera.

Ivan siempre había sido rebelde: se saltaba las clases en la secundaria, había tenido dos novias cuando su madre rechazaba los noviazgos que no culminaban en matrimonio, se negaba a ir a la universidad y ahora había cambiado de nombre, de pronombres y de identidad.

—Puedo respetarlo —susurró— y puedo evitar llamarle por su nombre. Pero cuando lo veo maquillado y vestido de mujer... Siento que le he perdido. Y sé que las personas cambian y aprenderé a relacionarme con él, o ella, de otra forma, pero... Solo tiene dieciocho años.

Erin no dijo nada.

Los ojos azules de Alec ya se habían enrojecido por culpa de las lágrimas, pero él se limpió la nariz para disimular. Volvió a morder su manzana: poco a poco, el dolor de su estómago se esfumaba; pero el horrible vacío que sentía, no.

Alcanzaba a ver a Erin iluminada por la luz anaranjada de alguna lamparita de noche fuera de cuadro; la cobija de su cama, rosa, parecía mullida y gruesa. Al fondo, distinguía un gran armario que ocupaba casi toda la pared, hasta la puerta blanca, cerrada, en la esquina.

Erin pareció hojear algo sobre su cama y Alec dedujo que se trataba de su Biblia.

—Puede que se trate de disforia de género.

En la mano derecha de Alec, la manzana temblaba.

Erin regresó los oscuros ojos, enmarcados por sus cejas negras, a Alec.

—¿Por qué?

La voz de él brotó ronca, seca, por el dolor de la garganta.

—No hay nada malo en el cuerpo de tu hermano —aclaró ella—. Por lo que me dices, parece que todo funciona bien. Es que se siente inconforme con su sexo biológico. Y aunque transicione a otro cuerpo, esta disforia puede acarrearle problemas de ansiedad, depresión e incluso pensamientos suicidas.

Alec se había cubierto los labios con el dorso de la mano, pues sentía que las lágrimas rodaban hasta su piel, saladas y calientes, y quería evitar que rozaran sus labios.

Los pensamientos depresivos, de dañarse a sí mismo y de odio no eran raros en su hermano: de hecho, gran parte de la secundaria, Alec lo había visto luchar con todas esas cosas.

—Existe un tratamiento —insistió Erin—, y no tiene nada que ver con violencia ni con terapias abusivas. Un buen psicólogo puede tratar la disforia para que la persona se acepte a sí misma.

Al tragar, a Alec le escoció la garganta por la sequedad.

Él tampoco se aceptaba a sí mismo, para empezar, así que sugerírselo a Ivan solo empeoraría las cosas. Dejó media manzana sobre la mesa para agarrar su botella de agua y beber.

 —Perdón por llorar tanto —se apresuró a decir, pero Erin negó con la cabeza.

—No te disculpes. Es bueno que llores.

—Pero es lo único que hago.

Le molestaba desarmarse frente a ella porque no quería que se cansara y le dijera que resolviera sus conflictos por su cuenta.

Sin embargo, al otro lado de la pantalla, Erin le sonrió con dulzura. Y él dejó de sentirse tan avergonzado.

—Si Dios quiere —murmuró ella—, pronto te veré sonreír de verdad.

La milla extraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora