32 | El cuerpo que Dios te ha dado

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—¿Puede un verdadero cristiano suicidarse? ¿Que un cristiano decida quitarse la vida puede ser parte del plan de Dios? Si se supone que tenemos el gozo y la paz del Señor, ¿por qué hay cristianos viviendo en depresión?

Alec escribía cada vez más despacio.

Era jueves por la noche y trataba de avanzar en Inter Vivum mientras debatía con las siete personas que veían su transmisión, en base al último acontecimiento en su videojuego: una nota de despedida en un dormitorio abandonado de hotel, uno que tenía la entrada prohibida. De reojo, se aseguró de que Erin no estuviera entre los espectadores.

Ella no tenía que saber que a veces pensaba en suicidarse. El primer recuerdo de quitarse la vida había sido a los ocho años, cuando el acoso escolar que sufría por su aspecto físico lo estrangulaba; a los trece años, le rogaba a Dios que se lo llevase al cielo con su padre, y a los quince su madre se casó con Raymond y quiso morirse porque ese hombre trastornó todo lo que él creía conocer.

Hubo muchas veces más, pero recordaba aquellas porque se había sentado a escribir cartas de despedida, planear cómo y dónde se quitaría la vida, y de qué forma esperaba que su familia encontrase su cuerpo.

Un escalofrío lo recorrió de la cabeza a los pies.

¿De verdad estaba tan mal suicidarse? ¿Por qué no era una salida válida?

A veces no aguantaba la presión. Por las noches, cuando su corazón palpitaba tan fuerte que se preguntaba si tendría un infarto, imaginaba quién lo encontraría muerto en su cama de la universidad, y cuánto tiempo tardarían sus compañeros de cuarto en darse cuenta. Visualizaba su funeral y quiénes irían, y quién lloraría más. La muerte no le asustaba, pero sufrir sí.

Tal vez era demasiado egocéntrico. Por eso le importaba tanto su propia muerte.

Justo aquella mañana, había decidido inscribirse al maratón que tendría lugar después de los exámenes parciales y compró la camiseta en el portal digital de la universidad. Todos sus amigos irían, e incluso Jin Hyun le había recomendado correr por su salud mental.

Quería sentirse vivo, recuperar la energía, salir al mundo y entusiasmarse por las cosas más mínimas.

Pero cuando empezó a concentrarse en cada ocasión en la que había deseado morir, volvió a desconectarse de la realidad. No escuchaba, ni sentía, ni era consciente de que su mano reposaba sobre su rodilla, o de que tenía los audífonos en los oídos.

Dirigió la mirada hacia su juego y se preguntó por qué seguía vivo.

—No voy a hacerlo —dijo cuando alguien comentó si todavía pensaba en matarse—. No ahora. Estoy a punto de graduarme, no puedo decepcionar a mi madre. Tal vez cuando mi vida se arruine y no me recupere nunca.

La pantalla de su teléfono se iluminó. Cuando vio que se trataba de su madre, casi pensó que era una señal del cielo para que no lo hiciera. De modo que se despidió de sus espectadores y, tan rápido como pudo, cerró la transmisión para ponerse de pie y buscar sus deportivas. Estiró el brazo y deslizó el dedo hacia arriba para descolgar la llamada.

Su madre le preguntó cómo estaba y cuándo serían sus exámenes parciales, y si había hablado con Ivan. Alec suspiró con pesadez.

—No va a volver, mamá —dijo—. Es lo que quiere. Lo lleva pensando desde siempre.

—¿Y por qué nunca nos dimos cuenta?

Alec revisó su reflejo en el espejo antes de salir. El cabello rubio, todavía desordenado, le caía a cada lado de la frente, y no tapaba por completo el rastro de acné en su mejilla. Cansado, se colocó sus gafas una vez más y tomó su teléfono y su tarjeta de estudiante.

La milla extraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora