Capítulo 31.

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Era muy entrada la noche cuando él se aproximaba con su caminar tambaleante y su aliento alcoholizado hacia el lugar de aquél gran personaje. No estaba seguro del todo sobre su decisión, sin embargo, sabía que esa era la única forma de tenerla, de poseerla como tanto había deseado. Había estado observando, para ser más específicos desde que había regresado del viaje al que lo habían enviado.

Aún no tenía idea de cómo demonios esa maldita perra había logrado volcar a su familia en su contra, el lado positivo es que tenía el apoyo de ella, que también saldría ganando con el plan. Se decían maravillas de sus influencias, de lo que podía conseguir con tan solo un parpadear y un arma, era hermosa, pero no como ella.

No. No. No.

No había nada más perfecto que aquella virginal inocencia que desprendía la pelinegra, ese jodido olor a cerezas era una invitación, sus labios carnosos eran el cielo y sus gritos de fingido dolor un impulso, un permiso. Sabía de sobra que esa zorra fingía muy bien que él le repudiaba cuando en verdad lo deseaba, sabía que en las noches mojaba sus bragas fantaseando con aquello que habían vivido, sabía que se había reído de él al ver las caras de estupefacción cuando los encontraron.

Cuando él los encontró.

¿Qué tenía?, ¿qué poseía?, nada, nada, nada, ese idiota tatuado era nada comparado con él, que tenía dinero en aquellas cuentas bancarias congeladas que recuperaría, podía darle todo cuanto ella pidiera, podía masturbarla mejor de lo que él lo había hecho en su cuarto.

Estúpido, estúpido de su parte pensar que podría tenerla, que podría poseer algo suyo sin consecuencias, estúpido por su parte creer que ella lo quería cuando en verdad solo pensaba en ellos dos en esa bodega.

Mentirosa. Mentirosa. Mentirosa.

El chico rascó con brusquedad sus facciones, que nada tenían que ver con aquél atractivo muchacho de meses atrás, las drogas que había conseguido lo habían sacado de ese bajón, sus nuevos amigos lo habían puesto feliz, habían activado su mente, esa que ella había jodido. Era su culpa, todo era su culpa, su madre no podía mirarlo sin llorar, su padre le había comprado un pasaje al otro lado del mundo.

Luego... luego estaba su hermano, ese niñato imbécil que no dejaba de babear por su puta. Ese que lo había ignorado cuando llegó golpeado a su casa tras el ataque de ese estúpido pelinegro tatuado. Había usado un bate de aluminio, sus puños e incluso lo había pateado sobre la mugre del almacén donde lo había encerrado y ni siquiera se había inmutado cuando lo vio con los vendajes del hospital y los hematomas, estúpido.

Lo pagaría. Lo pagaría. Lo haría.

Por eso había venido, por eso había cedido a esa idea que comenzaba a echar raíces en su cabeza. Ganaría, él se quedaría con ella y se las restregaría en sus rostros con orgullo que siempre, había sido él, que era suya y que jamás dejaría de serlo.

Mía. Mía. Mía.

Sonrió de lado y rascó nuevamente su barbilla cubierta de una barba descuidada, palpó la vena de su brazo y suspiró odiando no tener nada que meterse, pero había decidido venir en sus cinco sentidos y no anestesiado por su nueva felicidad que pronto compartiría con ella, con su perra.

Entró en la discoteca y fue hasta las escaleras ignorando todo el tumulto de gente que bailaba y disfrutaba como ella hacía de vez en cuando, sus contactos la habían fotografiado, grabado y esa tonta tenía la valentía de lucir feliz sin él.

―Vengo a ver a Estefanía ―murmuró con voz rasposa

―Mucha gente viene a verla, niño, regresa por donde viniste ―dijo el segurata enojándolo

Mi razón para escapar {R. #2} ✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora