Epílogo - Matices de gris

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El ambiente dentro del auto se volvía cada vez más tenso. Después de gritos, reproches y culpas, todo acompañado del llanto alto y lastimoso de Vivienne, asustada por el escándalo y tras haber sido arrancada de su cama para meterla en el auto, finalmente todo había quedado en silencio, luego de que se durmiera, y su madre viajaba ahora en el asiento trasero con ella.

Jesse observó a su padre por el rabillo del ojo. Andrew tenía los dedos incrustados en la espuma protectora del volante. Las luces del automóvil se proyectaban hacia adelante en la carretera trazando dos líneas borrosas en el pavimento. El resto de los autos eran invisibles. No eran sino como ojos amarillos de criaturas en la distancia que pasaban por su lado inadvertidas y se desvanecían en el margen de la ventanilla.

Su culpa. Todo era su culpa. Por él... Por haber sido estúpido y haber creído que podía vivir junto a su familia una vida normal. Por haber creído que podrían burlar a Monsieur.

¿Y si no veía nunca más a su padre? ¿Si Monsieur lo enviaba lejos por su atrevimiento? ¿O si no le permitían ver nunca más a su madre? ¿O si Vivienne era secuestrada la próxima vez, y sometida al mismo calvario que él?

Percibió que su padre lo contemplaba ahora, y Jesse le devolvió la mirada. Nunca había habido sino infinito cariño paternal en sus ojos al mirarlo, aún si estos habían estado toda la vida teñidos de preocupación e incertidumbre. Pero esta vez había algo más. Una sombra extraña... 

Jesse se preguntó si en el fondo se cuestionaba lo mismo. Que si de no ser por él, tendrían una vida en paz y feliz. Estarían quizá ahora mismo todavía en la casa de campo, jugando naipes, solos los dos, con Vivienne, su única hija, segura en su cuna sin más preocupación que la de dormir y crecer. Nunca hubiesen pesado sobre ella las expectativas de la familia De Larivière, porque era una niña. Monsieur De Larivière nunca hubiese puesto su interés en ella.

—Los ojos en la carretera, Andrew...

—Lo sé.

—Si lo sabes, entonces pon los ojos en la maldita carretera.

—No empieces otra vez, Ophelie... Y no hables así enfrente de los niños.

Jesse hundió las uñas en su propio asiento. El tan preciado silencio amenazaba con volver a romperse.

—Es él. Estoy seguro —murmuró Andrew.

—Si alguien nos está buscando aquí, ruega porque sea él. —Y pareció arrepentida apenas pronunciarlo. Jesse captó por el espejo retrovisor que ahora su madre lo observaba mordiéndose los labios.

La mano de su padre sobre la suya crispada en su rodilla atrajo su atención cuando este retiró la mano de la palanca de cambio y le dio allí dos palmadas.

—Hey, tranquilo —lo tranquilizó Andrew—. Es solo tu abuelo. Y sabíamos que esto pasaría. Que no se diga que no lo intentamos.

Pero Jesse sabía también que esa no era la única posibilidad.

—... ¿Y si no es él?

—¿Quién más podría ser? —se quejó Andrew, y arrojó un vistazo lleno de reproche a Ophelie en el asiento trasero. Vivienne había comenzado a cerrar los ojos—. Su maldito perro faldero, Janvier, debe haber estado en el autoservicio, esperando en algún sitio.

—Pero... ¿cómo podría saber Monsieur en dónde estábamos? —dijo Jesse.

La respuesta de su padre fue inmediata.

—Sam lo sabía.

—¡Sam jamás se lo diría! —estalló su madre.

—Desde luego que creerías eso...

—¡¿Con qué fin, Andrew?! ¡¿Alguna vez dejarás en paz a mi hermana?! —Ophelie volvió a moderar su tono en cuanto Vivienne se revolvió incómoda en su silla, a punto de despertar. Su madre la reconfortó acariciando su pecho y su expresión mutó en otra llena de afecto al mirarlo, dirigiéndole a él una sonrisa tranquilizadora—. Todo va a estar bien.

Jesse bajó la vista sin responder nada. Su padre trasladó la mano hacia su hombro y después a su cabeza, en donde le acarició el pelo:

—Llegaremos al aeropuerto dentro de poco. Podemos ir a algún lugar bonito. A la playa; ¿te gustaría conocer la playa? Te enseñaré a nadar. Y a Viv también, ¿qué dices?

La mano libre de su madre surgió entre los dos asientos delanteros y se apoyó en su hombro también, sin dejar de arrollar a Vivienne con la otra.

—Y yo puedo enseñarles a montar a caballo. Tranquilo, cielo, serán como vacaciones. Hasta que todo se calme otra vez. —Y esa idea, la de sus primeras vacaciones como una familia normal, le sirvió para relajarse. Intentó sonreír, pero no lo consiguió—. Jesse, cariño... ¿por qué no intentas dormir un poco?

—No tengo sueño...

—Quizás si reclinas el asiento; o escuchas algo de música.

No obstante, antes de que él pudiera responder a eso con otra negativa, Andrew siseó una maldición. Y luego, otra vez. Después, la gritó con todas sus fuerzas, y azotó el volante.

—No... ¡No! ¡¡MIERDA!!

Vivienne dio un salto, pero no despertó. Ophelie reanudó sus caricias en su cuerpo, cada vez más frenéticas y con manos temblorosas para mantenerla dormida.

—¡¿Qué es?! ¡¿Qué pasa?! —articuló en gritos mudos.

Su padre tenía la vista clavada en el espejo retrovisor.

—¡Maldita sea...!

—¡¿Qué, Andrew?!

Un silencio sepulcral.

Después, el sonido chirriante de las llantas sobre el pavimento cuando su padre hundió el pie en el acelerador, y el automóvil pasó a correr por la carretera a toda velocidad, haciendo rugir los motores con gruñidos furiosos.

Los bandazos del vehículo conforme adelantaba y volvía a alinearse a la vía consiguieron finalmente despertar a Vivienne.

—¿Qué sucede? —preguntó Jesse, en un hilo de voz. Aunque no necesitaba oírlo. Ya lo sabía.

Ophelie abrazó la silla del coche para protegerla a su hija más pequeña del movimiento. Las manos de su padre estrujaron el volante con fuerza. No apartó los ojos de la carretera; Jesse no supo si para no estrellarse, o porque sencillamente no se atrevió a mirarlo cuando reveló:

—Nos han encontrado... Un vehículo nos está siguiendo.


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