4. Bellevue

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Quería creer que su determinación no era tan débil para dar pie atrás ante el primer obstáculo; pero lo cierto era que luego de viajar por tierra toda su vida, nada la hubiese preparado para lo que sintió cuando el avión despegó. Y la horrenda sensación de la gravedad presionando sus órganos y a ella contra el asiento persistía todavía, aún luego de varias horas de viaje.

Intentó mirar por la ventanilla, pero la visión del suelo alejándose convirtió la experiencia en una de esas cosas que solo se hacen una vez en la vida. Estaba perfectamente bien con pasarse todo el viaje pensando en cualquier otra cosa que no fuera encontrarse a cientos de pies del suelo.

La voz por el altoparlante indicando que estaban cerca de su destino no decreció sus nervios. Por una parte, porque si no había experimentado nunca un despegue, menos aún un aterrizaje, y por otra porque, así como no sabía de antemano qué esperar de ninguno de ambos al abordar ese avión, tampoco tenía la más mínima idea de qué les aguardaba tras el vuelo; el cual, no por traumático y horrible dejaba de ser otra cosa que apenas el primer paso.

Antes de eso, durante —y probablemente también después, cuando diese sus primeros pasos en un aeropuerto en una ciudad y nación completamente desconocidas—, no dejó de cuestionar su propio buen juicio; aunque eso no era nada nuevo para ella.

Era algo que hacía a menudo; en especial cuando tomaba una decisión precipitada creyendo que era lo correcto. Como al abandonar Sansnom y volver. Como al decidir irse otra vez a L.A.. Como al quedarse y entrar a trabajar al Saint John... y como ahora.

Las manos le temblaban, bañadas de una película pegajosa de sudor, conforme batallaba para abrir un paquete de maníes con chocolate. Estaba tan abstraída en ello que el momento en que el plástico se rasgó de golpe y los chocolates saltaron por todas partes, precipitándose por sus piernas, hacia el suelo, se le escapó una maldición nada discreta:

—¡Puta mierda!

Su grito levantó más de una cabeza, pero la tuvo sin cuidado, y en lo que se apuraba en comerse los dulces esparcidos entre sus piernas y los que quedaron atrapados entre su trasero y el asiento, antes de que empezaran a derretirse, un paquete nuevo, sin tocar, apareció frente a ella.

—Ten. Cómete los míos.

—Descuida...

—¿Compartimos?

Charis suspiró, y meneó la cabeza.

—Ni siquiera tenía ganas de comerlos. Yo solo...

—Entiendo.

Entonces, dejó el paquete a un lado y la misma mano afianzó la suya, que todavía temblaba en alto, sin saber qué hacer con ella, mientras que con la diestra se sacudía las piernas de las últimas migajas.

Monochrome | TRILOGÍA COMPLETADonde viven las historias. Descúbrelo ahora