CAPÍTULO SESENTA Y SIETE

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29 de julio, Afganistán.

Daniel.

Doy otra vuelta con un intento muy fallido de conciliar el sueño. Mi pelvis choca con el trasero desnudo de mi esposa. Le acaricio las nalgas, magreo y vuelvo a acariciar. Nunca me cansaría de ellas. Elizabeth se remueve un poco, quedando boca arriba, suspira y sigue durmiendo.

—Preciosa —le susurro cerca de oreja, lamiendo el lóbulo de ella—. ¡Preciosa! —sin respuesta.

Mis manos se cierran en sus senos desnudos, acaricio haciendo círculos en sus pezones. Su boca se abre, soltando un jadeo. Deslizo un poco más abajo mi mano topandome con la braga. Meto debajo de la tela mis dedos rozándole el monte de Venus. El tacto no la despierta, pero arquea la espalda y suelta otro suspiro. Abro sus pliegues con mis dedos y ¡oh, sorpresa! Está húmeda. Reparto besos por todo su rostro. Abre los ojos lentamente y sonríe al verme. Su mirada cae en mi mano dentro sus pantis, le doy una sonrisa inocente.

—Ahora termina lo que empezaste —ronronea.

—Es exactamente lo que haré —sonrío.

Me tomé el atrevimiento de tocarla aún dormida porque ella años atrás me lo había permitido y hace un par de días volvió a hacerlo cuando se lo pregunté.

En dos segundos la tengo sobre mi, juego con las tiras de la braga que rodean su cadera y le doy un azote en el glúteo. Gime, acercando sus labios a la piel de mi cuello. Reparte besos gentiles y por lo que veo hoy no podré empotrarla y darle como a ambos nos gusta. Cierro los ojos dejándome llevar por sus caricias. Gimo disfrutando cada toque y cada caricia.

Elizabeth me acaricia el pecho, tocando mis cicatrices. Roza su dedo pulgar en ellas y deja besos en cada una de las marcas del cigarro que ella apagó en mi pecho. Pecho el cual se me hace pequeño, un nudo crece en mi garganta y lo único que quiero hacer es decirle que gracias por amar mis cicatrices y mis imperfecciones. La primera vez temí que no le gustasen, pero no dijo nada, se limitó a besarlas como lo está haciendo justo ahora.

—¿En que piensas, Dani? —me besa los labios.

—En que tengo la esposa más hermosa de este mundo —me apodero de sus labios, mordiendolos con ganas y ansias.

—¡Salvaje no! —ríe, metiendo su rostro en mi cuello dejando besos húmedos.

—De acuerdo, hoy no. ¿Mañana, tal vez?

—De pronto, quizás.

Sonrío. Muevo sus caderas, la fricción es tan fuerte que ambos jadeamos y nos movemos un poco más rápido buscando más. Me saca el calzoncillo en cuestión de segundos, vuelve a sentarse encima de mi, corre la tela de su braga a un lado y se entierra en mi despacio. Abre los ojos, enseñando ese azul oscurecido. Se mueve de adelante hacia atrás, hundiéndose en mi yna y otra vez sin dejar de besarme ni acariciarme. Acelera el ritmo sin cruzar la línea del sexo salvaje.

No entiendo porque no quiere, pero le respeto su decisión.

—¿Sabías que era más facil pedirme que te hiciera el amor?—le acaricio los hoyuelos que se le hacen en su espalda baja.

—Soy yo quien te está haciendo el amor, Mawis.

Rodeo su cadera con un brazo y le aprieto sus senos con la mano libre, agarro un pezón entre mis dedos y lo jalo. Se apoya en mi pecho con ambas manos, aumentando más el ritmo, grita mi nombre a los cuatro vientos y debo cubrirle la boca para que nadie de las habitaciones vecinas nos escuchen. Por más que me guste la idea de que escuchen de lo que se pierden, no. Me enerva la sangre saber que alguien más escucha a mi mujer llegando al éxtasis.

LA MISIÓN DE AMARTE  [BORRADOR]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora