CAPÍTULO SETENTA Y TRES

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Daniel.

Por más que le rogué a todos los santos no se me hizo el milagro. Camino al lado de mi esposa sin emitir un sonido que pueda hacer que pierda mi cabeza.

Subimos al ascensor en completo silencio y me crece la necesidad de hablar. Sin embargo, no lo hago. Prefiero mantener todas las piezas de mi cuerpo en su lugar. En cuanto las puertas se abren, ella sale caminando con pasos firmes. Su cabello se mueve y mi mirada baja a su precioso culo apretado por el camuflado. Me quedo como un idiota viendo como las nalgas se mueven con cada paso que da. Estoy jodido.

—Andando —dice mirando sobre su hombro.

Me apresuro a llegar a su lado y antes de que entre a la habitación y me tire la puerta en la cara, atravieso mi pie entre la puerta y el marco. Me mira por encima del hombro, acercándose al doctor.

—¿Señora Boucher?

—Davis —lo corrige ella.

Jadeo, llevando mi mano a mi pecho. Me acaba de negar. Oh, no. Eso sí que no. En tres zancadas estoy detrás de ella con mi brazo rodeando su cintura.

—Soy su esposo.

El doctor me mira de arriba abajo.

—Ya veo —murmura—. Supongo que usted es quien casi mata al pobre hombre.

—Solo fueron unos cuantos cariñitos —me encojo de hombros—. Además, él no es inocente.

—¿Así que fueron cariñitos el romperle el codo derecho, partirle la columna en dos, casi destrozarle el tabique, el daño en el cráneo el cual le produjo un coma?

Elizabeth se pellizca el puente de la nariz y yo doy un paso hacia atrás.

—Pues si lo dice así… —desvio mi mirada del doctor al hombre casi desfigurado que yace en la cama con cables y tubos en todo el cuerpo.

—Y por si fuera poco el traumatismo, los golpes en el ojo izquierdo fueron tan violentos que perdió más del ochenta porciento de la visión.

—Y es aquí donde yo me pregunto: ¿Por qué se preocupa por el ojo? Si más muerto de ahí no puede estar…

—¡Mawis, afuera! —ruge Elizabeth.

—Yo solo…

—¡Afuera!

Suspiro dando media vuelta. Salgo de la habitación y tomo el primer banco que encuentro cerca. Sonrío. Es lo mínimo que debí hacer y solo le daré tiempo para que se recupere, porque le daré otra paliza. Se metió con mi esposa e hija. Debía morir.

La puerta se abre de golpe y yo salto de mi asiento. Me preparo para que la fiera ataque.

—Por qué.

—¿Por qué, que?

—¿Por qué diablos mataste a Andrew?

—¿Ya se murió? —sonrío.

—No. Casi.

Me cruzo de brazos, haciendo notar mi tristeza. Todo mi esfuerzo fue en vano.

—¿Por qué, Daniel? Sabías que no debías ir a verlo. Tenías las putas normas claras. Era tu deber mantenerte alejado de la cárcel. ¿Por qué diablos te pasaste mis reglas?

—Yo solo…

—Tu solo nada. Respeta mis reglas. Por mucho que estés de vuelta soy tu superior. Aún no eres director. Y aún si lo fueras, debías mantenerte fuera de esto.

—¿Por qué lo defiendes? —doy dos pasos hacia ella, encerrandola con mi cuerpo y la pared.

—¡No lo hago, carajo! ¿Cómo esperas que él pague todo lo que hizo estando en coma? ¡Jodiste mi plan! Él debió pudrirse en la cárcel —me toma de los brazos empujándome con mucha gentileza.

LA MISIÓN DE AMARTE  [BORRADOR]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora