32. Biblioteca

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Pese a los grandes esfuerzos de los organizadores por mantener la calma y el volumen estándar, esperados en un sitio en el que el silencio era agradecido, y a la distancia que estaban de la mujer firmando libros y tomándose fotos, intercambiando un par de palabras con sus fans; Gabriel juraba que escuchaba el sonido característico del rasgar de su pluma sobre el papel, por encima del bullicio llenando la Biblioteca Central.

No era un sonido real, sino idílico, rozando lo divino, otorgado por su imaginación, seguro de que las habilidades de esa mujer llevándolo lejos de la realidad a lo largo de sus creaciones, justificaban que sus dedos, aún con un elemento tan común como la tinta y el papel, produjeran notas distintas a las de cualquier ser humano realizando la misma acción.

La admiración y el fanatismo superando el cansancio.

—Oye —se quejó Roberto inclinándose hacia su oído—, tu cita soy yo, no ella.

A sus espaldas, un par de risitas ahogadas, por parte de unas jóvenes, alarmaron a Gabriel sacándolo de su embelesamiento.

—¡¿Cuál cita?! —reprochó, prietos los dientes— Tú me obligaste a venir.

—¿Te obligué? —el ceño del periodista se comprimió— Cuando te saqué de la cama, recordándote que vendríamos a verla, el que casi me deja encerrado en el departamento por ir delante, fuiste tú, querido —reprochó, enderezándose, desoyendo a las jóvenes detrás suyo, interpretando a su gusto la información—. Por cierto, que lindo trasero tuve la oportunidad de ver.

Escandalizado, Gabriel le tapó la boca a Roberto.

—¡Tú te quedaste en mi habitación, fisgón! —contradijo, el volumen de su voz subiendo y bajando, sin hallar el punto entre guardar las apariencias y aclarar los mal entendidos.

Roberto le sostuvo la muñeca, le besó la palma y alejó sus dedos.

—Tú te desvestiste sin importarte que estuviera presente, exhibicionista.

Claro que lo hizo. Estaba acostumbrado. Era su departamento, su habitación, estaba emocionado por tener la oportunidad de conocer a su autora favorita, y nunca tuvo que preocuparse de que lo vieran desnudarse. Ni siquiera con Ander. Con Ander, la desnudez tenía un cariz natural. Con Ander, su mirada gris era la única prenda que necesitaba encima. Su mirada, sus labios, el trato travieso de su lengua, el toque de sus manos y la humedad de sus encuentros.

El hormigueo proveniente de la lujuria despertando a través de los recuerdos, se le atoró en la garganta por el peso de la separación, ahogando sus deseos.

—Te veías bien —repitió Roberto, alejándolo de sus cavilaciones—. Al menos lo que vi me dejó con ganas de ver más y de tocar.

Las chicas cuchichearon, y la pareja formada al frente de ambos, no pudo permanecer indiferente, haciendo que el hombre se atragantara con su propia saliva, tosiendo, y su novia empezara a reír por su reacción.

—¡Tú...!

Un guardia de seguridad malencarado se acercó a paso veloz, callándolos a chistidos, alzando un índice. Primera llamada de atención.

—¡Lo siento, lo siento! —se disculpó Gabriel, plantándole a Roberto, en la nariz, el libro que traía consigo, evitando que fuera a decirle una tontería al guardia.

Quejándose por el golpe, Roberto trató de agarrar el tomo, una primera edición de la autora que se asomó por el costado de la fila, y Gabriel se lo impidió, retirándolo veloz, usando la manga del suéter para limpiarlo.

Si bien era primavera y las aplicaciones de clima informaban altas temperaturas, Gabriel tenía frío.

—¿No sería mejor si vamos directo con Anatolia? —preguntó Roberto en un murmullo que le concedió la victoria a Gabriel, sobándose la nariz.

Los Secretos del Hombre de Mis SueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora