60. Andrea

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Oculta detrás del sillón de una ostentosa sala, un candelabro colgado del techo y los adultos riendo en el patio, en una fiesta como otras tantas de las que acostumbraban a realizarse en la casa Echeverría, agazapada en la soledad impuesta por la indiferencia de quienes la veía como un extra, un plan B que no debió existir; Andrea aguantó la presión aplastando su corazón.

Cinco años y estaba cansada de pedir que la vieran, sin conseguir ni una sola mirada.

Cinco años y el espacio detrás del sillón era el mejor escondite para su necesidad de ser escuchada, de ser vista, de ser considerada, de ser reconocida. Las rodillas contra el pecho, la cabeza hundida entre los olanes de un vestido blanco precioso, que ni su padre ni su madre eligieron para ella.

—Aquí estabas —dijo una voz con un toque de alivio sobre su cabeza.

Al girar hacia arriba, se encontró con los ojos relucientes de su hermano, el filo de sus parpados enrojecidos, y una sonrisa titubeante.

—Ven —la sonrisa que le dedicó haciéndose pedacitos con el temblor que la sacudió.

Eduardo alargó la mano, esperando que la tomara para ayudarla a ponerse en pie.

Andrea desvió la mirada, arrinconadandose en su fragmento de mundo.

—Vete —pidió, apretándose en sí misma, hasta sentir que el cuerpo le dolía—. Déjame sola.

No hubo respuesta, no hubo movimiento, hasta que Andrea, por curiosidad, se dirigió de nuevo al punto donde deseaba ya no ver a su hermano, y donde lo encontró de nuevo, una gota cayendo sobre la tela de su vestido y, las siguientes, atajadas por los puños de Eduardo restregados contra su cara, tratando de contener la avalancha de emociones.

—¿Por qué me quieres dejar solo? —titubeó la pregunta entre hipidos.

«No estas solo», pensó Andrea, y su día a día se volcó en su mente con las decenas de pruebas.

Su papá atento a los logros de Eduardo.

Su mamá procurando que tuviera lo mejor.

La servidumbre priorizando sus necesidades y peticiones.

Las felicitaciones, las miles de veces que la mandaban a callar cuando Eduardo entraba en la habitación y la apartaban, colocándolo a él en el centro del mundo.

La forma en que era elogiado y la manera en que ella excluida por todos, excepto por Lorena, una hermana que, por la diferencia de edades y responsabilidades, estudiando en el extranjero, casi no estaba presente en su vida.

Imágenes que era incapaz de describir en el léxico de una infante, y que sentía clavarse en su alma, que la hacían enojar, porque mientras Eduardo tenía todo, ella ni siquiera tenía derecho a quedarse ahí, donde nadie la veía, su hermano aguardando que estuviera para él, con todo y el vacío succionando su pecho. Quería que estuviera para él, como todos lo estaban, mientras Andrea no tenía nada ni a nadie.

—¡Déjame sola!

Gritó Andrea, parándose de improvisto, lo suficiente para lograr, a pesar de su estatura y peso, mover el sillón, asustando a Eduardo, haciéndolo perder el equilibrio, parado sobre los cojines.

—¡Eduardo! —una figura hermosa y dulce apareció, sosteniendo de la espalda al hijo mayor de su hermano.

—Tía Alana.

Eduardo suspiró en los brazos de la mujer que, tras recuperar el aliento que dejó pausado por la impresión de verlo estar a punto de caer, lo ayudó a sentarse en sillón, colocándose de rodillas en este para asomarse por encima del respaldo, pescando de los brazos a Andrea.

Los Secretos del Hombre de Mis SueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora