34. Rechazo

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Las oficinas de la agencia eran una locura.

—¿Jefe?

Los cansados ojos de la secretaria siguieron los pasos apresurados del presidente de Figgo y su espalda, rumbo al baño, apretando contra el pecho media docenas de envases tubulares delgados, que contenían los ejemplos impresos de los nuevos afiches publicitarios que, se esperaba, la semana siguiente inundaran las calles de Marvilla y el resto del país.

Se esperaba, porque ese día, en media hora, se sometería a la prueba de fuego, de ser presentada en persona a Ander la fase impresa de la publicidad callejera, una de las tantas fases con las que aún había resistencia para su salida.

Esa era la razón por la cual la gente corría revisando los últimos detalles, luciendo los hombros caídos, los trajes desarreglados y la paciencia al límite, gritándose, ocultando en sus espacios el desastre que, en unos minutos, debería lucir impecable en la sala de reuniones.

La carga de defender la sangre, sudor y lágrimas puestos en rehacer la campaña de ropa deportiva para Antares, fue volcada en la taza de baño con el sabor amargo de la bilis, por Gabriel. Una y otra vez vació su estómago, supliendo los jugos gástricos con nervios empujando arcadas, dejándole blancas las mejillas, los ojos rojos, el cuerpo transpirando y tembloroso, inhalando con dificultad el nauseabundo aroma del vomito.

Tiró de la cadena, rogando que se llevara consigo sus entrañas, y las imágenes de Roberto y de Andrea.

«No pienses en ellos», se pidió, consciente de que no era ni el tiempo ni el lugar. Su cabeza tenía que estar, no en la culpa individual, sino la incertidumbre laboral.

Resollando, se sentó con la espalda recargada en una de las paredes metálicas del cubículo. Por suerte, su cuerpo no halló nada más que expulsar al ni siquiera haber desayunado. No tuvo oportunidad de hacerlo, ni los alimentos le hubieran entrado, durmiendo y despertando en su oficina, tras un par de horas de irregular descanso, escuchando fuera los pasos intercalados del resto del personal que se quedó a trabajar para alcanzar la fecha límite, rehaciendo TODO por tercera vez.

Si Ander no lo aceptaba, si les ponían un inconveniente más, no tenía idea de qué haría.

Y, lo peor, es que sus nervios no procedían de la injusta actitud de Ander con el trabajo de Figgo. Esa carga era secundaria. Si estaba así, echo un manojo de nervios y con el estómago revuelto, principalmente era por Ander como persona, porque ese día lo vería.

Casi dos meses habían pasado de su último encuentro cara a cara y, la idea de verlo, la idea de enfrentarse a la frialdad que cortó lazos e impuso distancia, más que por haber puesto de cabeza la agencia por medio de decisiones caprichosas y sin sentido; le carcomía las entrañas.

Tomando un trozo de papel higiénico se limpió la boca, doblando una rodilla hacia su pecho, ocultando en ese espacio su rostro, deseando quedarse ahí en ese rincón, lejos de su deber y de la confrontación que tenía por delante.

Quería y no ver a Ander.

—Jefe —llamó Luz, tocando con prisa, a la vez que con delicadeza, la puerta del cubículo.

—¿Sí? —preguntó a voz acuosa.

—Tiene que alistarse.

—¡¿Ya está aquí?! —levantó la cabeza de su resguardó.

—Lleva en el baño casi media hora —respondió para su sorpresa—. El Sr. Zaldívar acaba de entrar al estacionamiento. Tiene unos minutos. Déjeme ayudarlo a prepararse.

«No estoy listo», pensó aterrado, levantándose, la obligación en su inconsciente tirando de sus músculos.

Abrió el cubículo.

Los Secretos del Hombre de Mis SueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora