Las placidas calles suburbanas repletas de las sombras de frondosos y cuidados árboles se extendían, junto con las farolas, por las aceras y el frente de las casas, la vista de una iglesia majestuosamente iluminada, en la que se congregaban los feligreses del área, coronando el centro del barrio. Esas calles contenían innumerables recuerdos que, con el corazón en la garganta, y desconociendo los motivos de la insistencia de su madre, se arremolinaron brindándole apoyo a Gabriel.
Descendió del automóvil, y la calma desapareció al agradecerle al chofer, el presidente de Figgo se apresuró hacia la puerta.
La casa de la familia De la Cruz era una sencilla y cuidada construcción de fachada blanca y dos plantas en los suburbios de Marvilla. El hogar que los padres de Gabriel adquirieron con gran esfuerzo, y el techo que lo vio pasar de los inicios de la adolescencia, a los fines de semana regresando de la capital (donde estudio la universidad), hasta los primeros meses tras concluir la licenciatura y mudarse a su departamento.
Usando la copia de la llave que tenía, abrió.
Su madre se levantó del sillón, sin perder ni una pizca de su garbo característico.
—¡Gabriel! —un grito que fue regaño y exclamación de alivio, seguido de pasos apresurados hasta que sus brazos se ciñeron a su alrededor— ¡¿Por qué no atendías mis llamadas?!
—Lo siento. Me encontraba fuera de la ciudad.
«Fuera de la ciudad, revolcándome con el cliente que tanto me encargaron», completó para sus adentros. Una frase de auto humillación de la que sentía merecedor, por no haber estado presente para su madre cuando lo necesitó con urgencia, inmerso en traicionar la imagen impoluta que tenían de él.
Alejó el reproche, yendo a lo importante:
—¿Qué pasó? ¿Papá está bien? ¿Tú estás bien? —por lo que vio, al menos su madre se hallaba en buenas condiciones.
—Papá está bien —respondió su padre, entrando a la sala, con una revista en la mano, los lentes de lectura puestos y un vaso de agua recién servido en la otra.
El antiguo presidente de Figgo dejó el vaso en la mesita ratonera, y se sentó con evidente malestar en el sillón individual.
—Tu espalda...
—No es el problema —aclaró el hombre aguantando una queja, al protestar sus maltrechas vertebras, a causa de las largas jornadas de años detrás de un escritorio—. Tu padre sobrevive. Medio desarmado por la edad, pero lo hace.
A sus casi sesenta años, vestido formal, de pantalones rectos, camisa y chaleco cerrado, Héctor De la Cruz era una versión madura de Gabriel con el cabello salpicado de elegantes canas, el par perfecto de su madre, Claudia Domínguez, quien prefería usar el apellido de su esposo, pese a no ser una práctica frecuente en esa parte del país. Un dueto cuya foto encajaría como la definición grafica de la frase: "la pareja ideal".
La posibilidad de decepcionar el cuadro idílico que conformaban, trasgrediendo sus creencias, siendo su hijo, le atravesó el pecho.
—¿Entonces?
—Este —la madre tomó la revista que traía su esposo, dándosela a Gabriel—, es el problema.
Su vida, hasta ese día, transcurrió al borde los reportajes en medios como aquel, alejado del mundo que, para él y el grueso de la población, era ajeno, un espectáculo del que eran meros espectadores. Por ese motivo no comprendió al instante a su madre.
Enderezó la revista y, con ojos inexpertos, buscó información.
Para su fortuna o para su desgracia, no requirió agotarse considerable para dar con el motivo por el cual se reunían, a esa hora de la noche, en la casa que lo vio crecer.
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Los Secretos del Hombre de Mis Sueños
Lãng mạn«Sé que eres gay, y que te gusté. ¿Por qué no me alcanzas en mi auto y continuamos en otro lado?» Tres horas atrás, Gabriel, a sus veintiocho años, siendo el presidente de una agencia de publicidad de mediano existo, no habría imaginado que el funda...