31. Carroñero

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La insistencia con que llamaron a la puerta lo descolocó.

Golpes pesados y constante, y el timbre siendo presionado, como si la persona de pie en el pasillo ocupara las dos manos para hacer el mayor escándalo posible, evitando que lo ignorara, o que los vecinos lo hicieran.

Si la persona continuaba así, no tardaría en haber una lluvia de quejas en el grupo de vecinos, debido a la hora.

Corriendo, con el corazón en la boca por el susto que le provocó la interrupción de los escandalosos llamados en el silencio del piso, y la zozobra causada por la duda respecto a quién lo buscaba, el reloj marcando las doce y unos minutos, Gabriel cruzó de la habitación a la entrada, descalzo.

Frente a la puerta se detuvo.

No cometería el error de los miles de víctimas en películas o series de televisión del tipo policiaco, de abrir sin ver por la mirilla, cerciorándose de que su visita no se trataba de un asesino en serie. Un miedo ridículo que generó esta costumbre suya de nunca avisar, yendo en puntitas, que estaba en camino hacia el posible agresor.

Rogando que los vecinos aguardaran unos segundos antes de quejarse, destapó la mirilla y se asomó sigiloso. La lista de opciones de visitantes a esa hora, era limitada. En su cabeza sólo dos personas lo buscarían a medianoche. Una, el mencionado asesino serial. La otra, era Ander.

A falta de Ander, con su relación destruida, Gabriel habría deseado que quien estuviera en ese pasillo fuera el asesino, y no quien sonrió cual si lo pudiera percibir a través de la puerta.

—Si ya estás ahí, invítame a entrar —dijo, mostrando una bolsa, impresa con el logo de una deliciosa cadena de comida china de veinticuatro horas—. Traje la cena.

¿Qué delató su presencia? ¿Sus pasos? ¿Un ruido no percibido por él? Dejó las dudas. No valía la pena tratar de entender las habilidades de un tipo que se dedicaba a eso, a investigar. Sólo suspiró, desganado, nutriendo el enojo traído por la decepción y las decenas de carpetas regadas sobre la cama y la laptop abierta, y la luz azul de la pantalla balanceando en las profundas ojeras enclavadas en su rostro.

—Vete. No tienes nada qué hacer aquí.

—Si no me dejas entrar —infló el pecho, elevando ligeramente la voz—, gritaré cosas vergonzosas de ti, y veamos si a tus vecinos les gustan. Como, por ejemplo, que tú y cierto CE...

La puerta fue abierta de golpe, y una mano se asió de la solapa del saco gris, jalándolo al interior del departamento.

—¡¿Estás loco?! —preguntó Gabriel, llevándolo lejos de la entrada, a la sala, hablando en un susurro fuerte.

Las paredes del departamento eran insonorizadas, lo cual funcionaba mientras no estuviera cerca de la puerta principal.

—Un poco —respondió Roberto, ajustando el saco y la camisa al ser liberado.

Junto al sillón en que Gabriel lo dejó, el periodista se descolgó una mochila negra de viaje, yendo después despreocupado al comedor, donde colocó la comida y sacó dos charolas desechables de ella, y un par de vasos de humeante café.

—Me parece que estamos de acuerdo en eso —disfrutó el aroma de los guisados—, ¿no?

«En la cantidad, no», pensó Gabriel, sin dar crédito a lo que veía.

—¿A qué has venido? —el cómo dio con su dirección, adjudicado a su profesión.

—A cenar.

Fue a la cocina, rebuscando en las cajoneras.

Los Secretos del Hombre de Mis SueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora