48. Última Cena

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"Piel blanca como la nieve (...)", la oración de aquel viejo cuento de hadas acudió a su mente al ver a Gabriel dormido, aún pálido en su convalecencia.

Era hermoso, más hermoso de lo que recordaba.

Verlo así, lo hizo consciente de cada segundo transcurrido desde la última vez, no de que se vieron, sino de la última vez que lo sostuvo en sus brazos y lo besó. Si tan sólo su orgullo no se hubiera interpuesto entre ambos, abriendo una brecha para que los planes de Andrea y Eduardo se colaran con mayor facilidad para alejarlos, quizás ese día, esa noche, no estarían ahí. Uno profundamente dormido, y el otro agradeciendo que no cambiaran la cerradura de la puerta, para entrar a hurtadillas. Estarían en su penthouse guardando el secreto frente a los padres de Gabriel.

En algún momento, ahora entendía que no muy lejano, le habría hablado de su relación con los Echeverría, y de los motivos por los cuales creó tantas empresas para invertir en Figgo, buscando deshacerse de la idea del lavado de dinero.

Fantasía inclusa al desconocer y temer la reacción de Gabriel, si descubriera sus intenciones verdaderas, tanto en la ficción hipotética, como en el presente al enterarse. No se atrevía a soñar con una respuesta favorable, por mucho que sus intenciones no hubieran sido, de origen, malas, sino idiotas.

Después de todo, ¿qué tan romántico era amar a alguien por años y, por ese amor, invertir "anónimamente" en la empresa de sus padres, un movimiento al borde de la ilegalidad, con la excusa de que, de esa forma, le daría a su persona amada la oportunidad de mostrar su talento al mundo sin obstáculos?

En una idealización que sólo existiría en los libros, sonaba bien. Pero, aterrizado en la realidad, lo obsesivo que parecía fue justo por lo cual tardó años en decidir acercarse a Gabriel, y postergar el explicarle sus motivos. Ahora, el plan que comenzó como una expresión anónima de amor y de pena, le explotó en la cara.

«Me lo merezco», fue su sentencia.

Por la cantidad de medicamentos en la mesa de noche, Ander supuso que la profundidad del sueño de Gabriel se debía, o a los químicos, o a la extenuación de su cuerpo en recuperación.

De pie junto a la cama, dudó en poner a prueba su teoría, alargando el brazo y retrayéndolo más de una vez.

Si lo despertara, ¿qué le diría? ¿le contaría la verdad sobre Figgo o sobre su familia? ¿admitiría ser un asesino? ¿y qué le respondería Gabriel? La respuesta a esa última cuestión en particular fue obvia: repulsión, rechazo.

¿Qué podría pedir ante una secuencia de confesiones de ese tipo? Sería ridículo creer que la disposición de Gabriel a seguirle el juego, como lo hizo a lo largo de su pseudo relación, abarcaría con calma la podredumbre de su persona.

No. No le preocupaba su disposición en sí. Su preocupación estaba en su corazón, en si los sentimientos que vio florecer sobrevivirían a una hecatombe de esa magnitud.

Y no es que no lo creyera. Es que ni le permitiría a su imaginación hacerse ilusiones.

"Dile la verdad", la frase de su hermana se repitió en sus adentros.

—La verdad...

El murmulló acariciando sus labios se extendió por el silencio de la habitación, los sonidos de Marvilla de fondo.

¿Dónde comenzaría la confesión?

De inmediato ubicó el punto de partida.

—La verdad es que te amo.

Pronunciar las palabras en voz alta, aún si Gabriel no las escuchaba, aún sin darse el valor para tocarlo, destruyeron las columnas restantes en las que se sostenía su entereza.

Los Secretos del Hombre de Mis SueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora