46. Información

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Los medicamentos que le recetaron a Gabriel, enfocados a controlar las secuelas de la contusión, así como a atender las consecuencias de la sobrecarga de trabajo (cansancio crónico, anemia y gastritis aguda) que ocasionaron el accidente, lo hacían dormir la mayor parte del día y la noche. Lo cual, por mucho que limitara sus interacciones a breves periodos en los que despertaba antes de la siguiente dosis, Roberto creía preferible.

Una preferencia que abarcaba su salud física, acelerando el proceso de recuperación, y su salud emocional, por la mirada que se instauraba en su rostro y que trataba de disimular ante él. Un esfuerzo inútil, con la claridad de sus ojos reflejando el tormento en su pecho, desbordando cuando creía que estaba solo, refugiándose en el anodino paisaje de la ventana.

En esas ocasiones, Roberto, en vez de entrar a la habitación, retrocedía unos pasos y esperaba paciente a que un suspiro de parte de Gabriel le indicara la desconexión de sus cavilaciones. Recomponiendo el gesto, el periodista entraba y comían juntos, repitiéndole por enésima vez que no hacía falta que se preocupara por él, una petición que Gabriel no tomaba en cuenta y no lo tranquilizaba.

Al presidente de Figgo le costaba aceptar que estuviera ahí, haciendo home office, tomándose un descanso de varios de sus reportajes, sólo por cuidarlo. Y no lo culpaba. Incluso para Roberto resultaba extraño hacerlo.

Fuera o no parte del acuerdo con Andrea, tuviera o no la segunda intención de atarlo a través de la gratitud o la culpa, aprovechándose de su rectitud, nunca habría accedido a hacer tanto por alguien, si no fuera porque el supuesto interés era la mera excusa para dar rienda suelta a la genuina preocupación por la persona que amaba.

Pensando en lo bajo que cayó, y en cómo incluso el barman lo notó la vez que terminó ebrio, tras el constante rechazo del señor De la Cruz para permitirle ver a su hijo, alargó el brazo hacia Gabriel, despejando con temblorosos dedos su frente.

Cayó lo suficientemente bajo para dejar su carrera a un lado y su fama de Don Juan, que llevaba una conquista nueva cada semana a bar, por estar con él y tener una oportunidad, aunque fuera de una manera cuestionable, de ganarse su corazón.

Emitió un largo suspiro finalizado en una sonrisa burlona dirigida a su persona, quedando enseguida hipnotizado por los labios ligeramente pálidos del Bello Durmiente.

La sensación cálida de la única vez que los tocó, se volcó en sus sentidos, haciéndolo tambalear y hervir de deseo. Al percibir el bullir de sus sentimientos aterrizando en su endeble límite, retrocedió, desviando la mirada y giró sobre los talones.

Unas semanas atrás habría aprovechado la oportunidad, y le habría robado un segundo, tercero o cuarto beso. En ese presente, la renuencia a hacerlo, a pesar de tener la oportunidad de que Gabriel jamás se fuera a enterar, y sabiendo que no despertaría por un roce efímero, le dejó en claro el tipo de idiota en que se convirtió. El tipo de idiota que se burlaba de sí mismo por dejar escapar las oportunidades que se le presentaban en el camino.

Necesitaba un cigarro, y justo por el nuevo nivel de idiotez alcanzado, no se concedió el antojo.

La salud de Gabriel, que incluía no arriesgar el aire del departamento ni por asomarse a la ventana a fumar, o dejarlo sin vigilancia, eran más importantes que la frustración.

En lugar de acudir al arrullo de la nicotina se sometió a la fusta del trabajo esparcido desvergonzadamente en la mesa del comedor.

Impresiones de noticias viejas, de documentos y el ventilador de la laptop zumbando en la medianoche, la pantalla arrojando su luz sobre las teclas desgastadas por el abuso constante del tipeo. Vídeos, audios de llamadas viejas, facturas. Un cumulo de pruebas e información que parecía confirmar los crimines de los que la familia Echeverria culpaba a Ander.

Los Secretos del Hombre de Mis SueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora