42. Ese Día

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Ese día Adel y Aura pelearon, como solían hacerlo casi a diario.

Adel intentó razonar los motivos por los cuales él merecía quedarse con el paquete de galletas de chocolate, Aura intentó persuadirlo por medio de los puños de lo contrario, y Ander tuvo que intervenir.

A pesar de llevarle un año, Aura, de siete, no se inmutaba por la corta, pero significativa diferencia de edades, y no se dejaba intimidar por el título de "hermano mayor" o por las posibilidades de un regaño futuro, derivadas del desastre en el que convirtieron el hermoso conjunto bermellón de overoles que llevaban puesto los tres.

Una escena cotidiana que, pese a lo aparatosa que parecía, no era un reflejo real de los sentimientos compartidos por los hermanos, y menos de la luz que en sus ojos se reflejaba al ver a su madre aparecer de la mano de otros tres niños, suspirando al verlos llenos de lodo, pasto y ramas, tras haber terminado la discusión en unos pobres arbustos.

Las galletas pasaron al olvido frente a la llegada de sus compañeros de juegos: los hermanos Echeverría, Eduardo, el niño de rostro serio, y Andrea, la niña que acababa de salir de la práctica de futbol; y el hijo menor de los amigos de la familia de ellos, Matthieu, de ocho.

Hubo un regaño.

Hubo protestas por el supuesto castigo que les esperaba a los hermanos por pelear.

Hubo una breve negociación, en la cual Adel logró suavizar el corazón de algodón de azúcar de su madre y, enseguida, el enorme terreno que parecía un parque gigantesco a su servicio, con un lago y una atalaya repleta de enredaderas, se convirtió en su patio de juegos.

—¡Mamá! —gritó Ander balanceándose en las barras, solicitando la atención de la mujer que, feliz, vigilaba en una de las bancas a los seis hiperactivos niños corriendo de un lado otro, entre los diversos juegos que la familia Echeverria instaló bajo su petición.

—¡Eres un adorable monito! —su madre movió los brazos imitando a uno, haciendo un divertido sonido de "uuu-uuu" que Ander creyó digno de ser imitado.

—¡¿Y qué parezco yo, tía?! —preguntó Andrea yendo detrás suyo, con las rodillas raspadas por alguna jugada atrevida durante el entrenamiento.

—¡Otro adorable monito!

—¡¿Y yo?! —preguntó Aura, con el ceño fruncido, que se cansó de esperar su turno en las barras, subiéndose a lo alto de la resbaladilla.

—¡También eres como otro monito!

—Todos somos monitos para ella —remató Adel inflando las mejillas, sentado a la sombra de un árbol, con Matthieu a su lado, callado como siempre, intimidado por un idioma que aún no comprendía y por la obligación de estar ahí, con ellos, para "adaptarse" a su nuevo hogar.

—Los monitos son adorables —se excusó su madre, mandándole un beso que le coloreó las mejillas al mellizo.

—¡Yo también quiero un beso! —gritaron al unisón las dos chiquillas y Ander, dando pie a una nueva batalla entre privilegios por líneas de sangre, edades y género.

—Tía —llamó Eduardo, apareciendo detrás de ella.

Deteniendo su risa al ver la batalla campal que destruiría la poca decencia que les quedaban a los conjuntos que iban acordes a su vestido, la mujer dirigió sus grandes y tristes ojos grises hacia su sobrino, a la derecha.

—¿Qué te dijeron? —se refirió al mensajero enviado por los Echeverria.

El niño de bonitos rasgos, hizo una negativa, manteniendo la apariencia firme.

Los Secretos del Hombre de Mis SueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora