35. Esperanza

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El terror en los ojos de su madre nunca se borrará de su mente.

Estaba seguro de que, si en ese instante, le hubiera dicho que era un monstruo, un asesino o un genocida, la mujer que lo amaba por sobre todas las cosas habría mostrado un semblante menos contraído que el que sostuvo en respuesta a la pregunta que retiró arrepentido.

—Disculpa —dio un paso atrás.

Su máscara, la máscara de hijo perfecto, regresó a su rostro.

—Un becario tuvo una... Una... Una situación así y... Fue... Supongo que —pasó una mano por la nuca—... La curiosidad me ganó.

Los labios de su madre se separaron. Se movieron. Se cerraron y abrieron, empujando aire y palabras en un tono tan bajo que no las escuchó. Con una pronunciación tan clara, que las leyó a la perfección:

—No vuelvas a sugerir una abominación como esa.

Apretó labios, refugiado en el sillón de su departamento, conteniendo el temblor de los dientes y el hormigueo en las mejillas, cubriéndose el rostro con los brazos cruzados. Un dique para las lágrimas y la confirmación del mayor de sus miedos.

Si un día saliera del closet, la mujer que le dio la vida y lo acunó de bebé, no sería capaz de verlo a los ojos, como no lo fue en la cocina, tras la acostumbrada cena familiar, luego de su "broma", repitiéndole en voz baja que se abstuviera de futuras bufonadas de este tipo, evitando que su padre viendo la televisión en la sala los escuchara. Ni ella ni él querían sumarlo a la discusión.

Infierno. Dios. Abominación. Pecado. Versículos enteros arremetieron en su contra y tuvo que pararlos asegurándole que se trató de eso, de una pequeña "broma" derivada de una tonta curiosidad, y que no la repetiría. Él, le dijo, sabía bien que era antinatural e incorrecto.

El resto de la velada se desarrolló en una normalidad que, sentado en la sala de su departamento, medio respirando, medio ahogándose; no entendía cómo es que consiguió continuar. No. No es que voluntariamente se quedara a soportar con entereza. Es que los pies no lo sostenían, acosado por la persecutoria imagen de la mirada de su madre en la cocina, pese a tenerla frente a él, aliviada por su explicación y juramento.

Asfixiante.

Llegando al departamento lo primero que hizo fue tirarse en el sillón largo abrazando su estómago. Hacía un par de años, desde la presentación de la tesis en la universidad, que no tenía un episodio de gastritis nerviosa. Sin embargo, con el estrés de los últimos meses, era lógico que sucediera y se desbordara.

No comía bien, no tenía hambre y se la pasaba el día entero con la ansiedad en niveles que le eran desconocidos hasta entonces.

Su cuerpo, de una u otra forma, le estaba haciendo saber que se encontraba en el límite.

La cuestión era que, por más que quisiera solucionarlo, no tenía el modo de hacerlo por su cuenta.

Ni en lo laboral y, mucho menos, en lo personal.

No podía cambiar el modo de pensar de su madre, no podía exigirle que lo aceptara ni que lo hiciera en su decisión de ir y salir con un hombre. Y el hombre con el que quería salir...

Si no era el retrato de su madre aterrorizada por la posibilidad de que su hijo fuera un pecaminoso homosexual, era el recuerdo de la glacial mirada de Ander, al enfrentarlo en la sala de reuniones, lo que lo atormentaba. Por suerte, en ese momento tuvo la cabeza para no quedarse, tras darle el ultimátum respecto a los proyectos. No quería ni imaginar a qué evolucionó su rechazo: ¿Decepción? No ¿Desprecio? Quizás ¿Agravio por su atrevimiento?

Los Secretos del Hombre de Mis SueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora