50. Luz

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La silla de ruedas fue empujada por Roberto hasta la entrada del edificio, donde aguardaba una elegante camioneta negra de vidrios polarizados, igual de desconocida que el guardaespaldas, un tipo fornido que dio un toque a la puerta del pasajero, avisando a quien estuviera dentro, y enseguida la abrió.

Del interior de la camioneta salió un hombre alto cuyos rasgos, aunque masculinos, conservaban la simetría genética de la familia Echeverría.

—Cuñado —el saludo del hombre develó de inmediato su identidad, al dar pasos largos alcanzándolo, empleando un tono formal y accesible—. Andrea no podrá acompañarte hoy, así que insistí en venir en su nombre —se colocó detrás de la silla, tomando las manijas.

Entre Roberto y Eduardo hubo un rápido intercambio. No más de tres palabras por cada uno, tras las cuales Gabriel quedó en poder de Eduardo, empujándolo a la camioneta, en tanto hablaba de lo feliz que le hacía tener la oportunidad de conocerlo, disculpándose por su apretada agenda.

Ordenando al guardaespaldas y al chofer que lo subieran, Eduardo y los dos hombres desoyeron las veces que el presidente de Figgo aseguró que no hacía falta, que podía caminar.

Siendo acomodado en el asiento, a la espera de que se guardara la silla de ruedas en la parte trasera de la camioneta, Gabriel observó a Roberto al cerrarse la puerta, Eduardo acomodándose a su lado.

La camioneta arrancó, y el periodista se despidió lanzándole un beso al aire.

Un beso que le recordó al de la madrugada, al que selló la oportunidad que se darían.

Un beso que le recordó al del desayuno, que llegó de la nada.

Un beso que le dolía igual que los dos anteriores, porque Roberto no ocultaba sus sentimientos en ese roce cuidadoso que no pretendía avanzar a más, y él, no dejaba de reprocharse el asqueroso ser humano en que se convirtió, al aceptar sus sentimientos esperando que desterraran de su corazón un amor malamente enraizado, y que estaba más dispuesto a acabar con su intento de usurpador, que a ceder.

—Se nota que te ama —comentó Eduardo, la camioneta virando a la derecha en una esquina.

Por solo un segundo, Gabriel quedó en blanco, dirigiendo la mirada a su acompañante y enseguida se relajó. No tenía que sorprenderle que Eduardo conociera el acuerdo con Andrea, siendo hermanos, y en particular por su cercanía. Por la forma confiada y amorosa en que Andrea le habló de él, era lógico que se tuvieran ese grado de confianza y apoyo.

Asintió, aceptando que, en todo caso, lo que le impactaba es que no lo golpeara por haber embarazado a su hermana.

—Lo sé —regresó al tema, no queriendo ahondar en temas que parecían resueltos, pese a su forma extraña de resolverse.

—Espero sean felices.

Los sinceros deseos del hombre removieron la aguja clavada en su propio reproche, y sonrió breve, una formalidad, más que nada.

—Andrea dijo que ha —omitió el usted, pensando que sería lo adecuado dado el parentesco que los uniría en unos meses—... Estado muy ocupado desde su llegada a Marvilla —desvió la conversación.

—Establecer una compañía internacional en un nuevo país, es un reto.

Algo supo por su prometida y las noticias.

—Sin embargo, aún con una nueva sede en formación, no puedo dejar a Andrea sola de cara a la boda. En especial cuando me tocará entregarla en el altar.

La declaración chocó con la idea que tenía Gabriel sobre un encuentro que le faltaba en especial, pese a que Andrea no lo mencionó hasta entonces.

—¿No lo hará su padre?

Los Secretos del Hombre de Mis SueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora