36. Birmingham

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Innumerables veces tuvo el antojo de a medianoche o madrugada botar el trabajo del día siguiente, tomar un avión e irse a cualquier lugar. Dentro o fuera del país, daba igual. La idea era irse a donde nadie lo conociera, a donde nadie le exigiera ser Gabriel De la Cruz Domínguez, para dejarse llevar por la vida y, si esta se lo permitía, ser feliz.

Más que un antojo, una fantasía de esas que se tienen entre pausas de la cotidianeidad, sirviendo de vitamínico artificial para el alma, a mitad de un ritmo voraz que no da permiso ni para cumplirlas ni para una realidad cercana.

Una fantasía que nunca pensó que tendría la oportunidad de "hacer realidad", a pesar de que su destino fue previamente elegido por un tercero (eso sí) con la fortuna de ir acompañado de un viaje en primera clase.

A lo mucho, en sus ensoñaciones en horarios de trabajo, en las búsquedas rápidas por internet haciendo cotizaciones que nunca se atrevió a concretar, se imaginó viajando en clase ejecutiva. Un premio a sus esfuerzos y un espacio suficiente, con comida rica y un grado de privacidad aceptable en vista de las vacaciones. Para Gabriel habría bastado eso, y lo habría disfrutado a lo grande.

Acomodado en uno de los cubículos de primera clase, en lo que era una cama individual junto a la ventana, con una pantalla de cuarenta y cinco pulgadas a sus pies y un sillón pegado a la entrada, del lado del pasillo, sentía aquel sitio un lujo exagerado en el que no era ni capaz de relajarse. No era capaz, no quería y no tenía motivos para hacerlo, con un objetivo estrujando su estómago.

Se restregó las manos, doblando el cuerpo al frente ocupando el borde de la cama, ignorando la comida dispuesta por la azafata en la mesa plegable frente al sillón. Un platillo de nombre complejo del que sólo recordaba las papas y el arroz. A lo mucho, se animó a beber un sorbo del agua embotellada.

—¿Qué estoy haciendo? —se preguntó en un murmullo apenas audible, la boca reseca.

Al llegar a Birmingham, ¿qué haría?, ¿ir directo al hotel? Se respondió con una afirmativa. No es como si supiera a donde más dirigirse. Aun con el detallado itinerario de Ander facilitado por Matthieu, no contaba con un modo de moverse por su cuenta en la ciudad. Iba sin mucho dinero, con una escasa maleta, y el inglés como única herramienta de supervivencia. Un inglés, para terminar, americano.

Además, se negaba a pedirle a Matthieu más ayuda de la que ya le estaba proporcionando. Abusar de su bondad y de sus buenas intenciones no estaba en sus planes porque sí, le llevó el boleto, lo condujo al aeropuerto en mitad de la madrugada y calmó sus nervios e indecisión; más la audacia de subir e ir tras Ander, era sólo suya, y no quería involucrarlo más.

Sosegando las dudas con la respuesta que se dio en el Aeropuerto Internacional de Atlanta, donde tuvo que trasbordar, la segunda ola de inquietudes se presentó, peores que las primeras.

¿Qué le diría?

¿Cómo le explicaría que estaba ahí?

¿Ander lo querría ver?

¿Había algo que... "salvar", "solucionar"?

El impulso ilógico de echarse a correr y lanzar por una compuerta al vacío, quedando en mitad del mundo del que huía, hacia el que se dirigía, le apretó el pecho e hizo que el dolor en su estómago aumentara.

De la bolsa de mano que preparó sacó una botellita de pastillas que se detuvo a comprar en la farmacia del aeropuerto. Se tomó un par, recostándose en la cama el resto del vuelo tratando de no pensar, de no sucumbir a la ansiedad.

Ya estaba ahí, no tenía modo de echarse para atrás. Tenía que continuar adelante, olvidar sus dudas, no ilusionarse con falsas esperanzas, y confiar en Matthieu. Un punto neutro entre la esperanza y la desesperanza.

Los Secretos del Hombre de Mis SueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora