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Una tarde de verano, el calor se tornó insoportable dentro de la pequeña celda donde Seojun había pasado los últimos meses. El sol brillaba implacablemente en el exterior, y aunque la celda no tenía ventanas, el calor se filtraba por cada grieta, convirtiendo el espacio en un horno. La sed y el calor se volvieron una carga pesada para Seojun, quien ya había perdido casi toda su energía.

Estaba tumbado en la cama metálica, que ofrecía poco consuelo. El colchón delgado no hacía nada para amortiguar el calor que se acumulaba bajo su cuerpo. Su piel estaba empapada en sudor, el líquido vital que su cuerpo ya no podía reponer. Jadeaba, su respiración pesada y entrecortada, mientras intentaba encontrar algún alivio en la sofocante atmósfera.

—Agua... —intentó murmurar, pero su voz se quebró en un susurro inaudible, atrapada en su garganta seca. No tenía fuerzas ni siquiera para levantarse y buscar más rocas con las que distraerse. Cada movimiento era un esfuerzo titánico, y la simple idea de moverse le parecía imposible.

El calor hacía que su mente divagara. A ratos, cerraba los ojos, tratando de escapar de la realidad, pero la sed y el calor lo arrastraban de vuelta. Su boca estaba reseca, y sus labios, agrietados, apenas podían abrirse. Seojun intentaba tragar saliva, pero ya no quedaba nada.

—Agua... por favor... —gimió débilmente, pero no había nadie que lo escuchara.

La celda, que había sido su prisión durante tanto tiempo, ahora se sentía como una trampa mortal. Seojun sabía que no podía soportar mucho más, pero no había nada que pudiera hacer. El sudor goteaba por su frente y empapaba su cabello, ahora más oscuro y desordenado. Cada jadeo era un intento de aferrarse a la vida, pero sentía que se desvanecía lentamente.

Pasaron las horas, y el calor continuaba asfixiante. Seojun permanecía inmóvil en la cama, sin fuerzas para moverse ni para luchar. La realidad se desdibujaba ante sus ojos, y todo lo que quedaba era el calor, la sed, y una desesperanza profunda que lo envolvía.

Era una tarde de verano, pero para Seojun, era el peor de los inviernos, una fría soledad que lo devoraba desde dentro, dejándolo a merced de su destino incierto.

La noche cayó sobre el destartalado laboratorio, cubriendo todo con una capa de oscuridad profunda. Dentro de la celda, Seojun, exhausto por el calor del día, había caído en un sueño inquieto. Su cuerpo, debilitado y deshidratado, seguía sudando profusamente, y los temblores lo sacudían mientras dormía, como si su cuerpo estuviera luchando desesperadamente por mantener la vida.

Pero milagrosamente, cuando Seojun despertó, sintió un leve destello de energía recorrer su cuerpo. Era un cambio inesperado, un impulso que lo empujó a moverse. Con dificultad, se levantó de la cama metálica, sus músculos temblorosos esforzándose por sostenerlo. La celda seguía siendo un lugar sombrío y opresivo, pero en la oscuridad, algo en Seojun había cambiado.

Con su respiración agitada, Seojun se acercó a las rejas de la celda. Extendió su mano temblorosa a través de los barrotes, palpando el suelo en busca de algo que le proporcionara una distracción, una conexión con la realidad. Sus dedos encontraron pequeñas rocas esparcidas cerca de la entrada, las mismas con las que había jugado antes.

Seojun recogió varias de ellas, sintiendo su textura áspera y fría contra su piel sudorosa. Con una concentración casi infantil, comenzó a lanzar y recoger las piedras una y otra vez. Era un juego simple, repetitivo, pero en su mente era una manera de mantener el control, de no dejarse vencer por la oscuridad que amenazaba con consumirlo.

Mientras jugaba, Seojun murmuraba en voz baja, palabras que empezaban a formarse pero que pronto se disolvían en un galimatías incomprensible.

—...¿agua?… no, quiero... —balbuceaba, intentando decir algo coherente, pero sus pensamientos se entremezclaban, y las palabras se desvanecían en el aire.

The power of fateDonde viven las historias. Descúbrelo ahora