Junio de 2011
Selinsgrove, Pensilvania.
La profesora Santana López se detuvo junto a la puerta de su despacho con las manos en los bolsillos, observando a su esposa con fuego en la mirada su cuerpo alto y atlético era impresionante, igual que las marcadas facciones de su rostro y sus ojos azules como zafiros.
La había conocido cuando ella tenía diecisiete años, diez menos que ella, y se había enamorado a primera vista pero el tiempo y las circunstancias —básicamente, el indulgente estilo de vida de ella—se habían encargado de separarlas.
A pesar de todo, el cielo les había sonreído al matricularse en un curso de posgrado en Toronto, seis años más tarde, ella se había convertido en su alumna la cercanía había reavivado su afecto y un año y medio después se habían casado tras seis meses de matrimonio, ella la amaba incluso más.
Envidiaba hasta el aire que respiraba.
Ya había esperado bastante para hacer lo que estaba a punto de hacer. Tal vez tuviera que seducirla, pero Santana se enorgullecía de su experiencia en ese terreno.
Mango, la canción de Bruce Cockburn, flotaba en el aire, y la transportó al viaje que habían hecho a Belice allí habían hecho el amor en un montón de sitios, incluso en la playa.
Britt se encontraba sentada al escritorio, ajena a la música y a su escrutinio estaba escribiendo en el ordenador portátil, rodeada de libros, carpetas y dos cajas de papeles que Santana había transportado diligentemente desde la planta baja de la antigua casa de sus padres.
Llevaban una semana instaladas en Selinsgrove, descansando de sus ajetreadas vidas en Cambridge, Massachusetts. Santana era profesora en la Universidad de Boston, y Britt acababa determinar su primer año de doctorado en Harvard bajo la supervisión de una brillante académica que se había formado en Oxford.
Se habían marchado de Cambridge porque la casa de Harvard Square estaba hecha un desastre debido a las obras antes de mudarse, habían reformado la casa de los Clark en Selinsgrove las obras se habían hecho siguiendo las indicaciones precisas y detalladas de Santana.
Buena parte de los muebles que el padre adoptivo de Santana, Richard, había dejado allí, habían ido a parar a un almacén.
Britt eligió los nuevos muebles y las cortinas, y convenció a Santana para que la ayudara a pintar.
Aunque ella prefería decorar con madera oscura y cuero marrón, ella se decantaba por las tonalidades más propias de una casa mediterránea, con las paredes pintadas de blanco, igual que los muebles, y toques decorativos en varios tonos de azul, entre los que predominaba el azul Santorini.
En el estudio habían colgado reproducciones de unos cuadros que tenían también en su casa de Harvard Square: Dante y Beatriz en el puente de Santa Trinidad, de Henry Holiday; La primavera, de Botticelli, y La Virgen con el Niño y dos ángeles, de Fra Filippo Lippi la mirada de Santana quedó cautiva de esa última imagen.
Podría decirse que los cuadros reflejaban las distintas etapas que había atravesado su relación el primero representaba su encuentro y la creciente obsesión por su parte el segundo mostraba por un lado la flecha de Cupido, que había alcanzado a Britt cuando ella ya no la recordaba y, por otro lado, su noviazgo y posterior matrimonio. Por último, el cuadro de la Virgen mostraba lo que Santana esperaba del futuro.
Aquélla era la tercera noche que Britt pasaba trabajando, redactando la que sería su primera conferencia en Oxford, el mes siguiente. Cuatro días atrás habían hecho el amor en el suelo del dormitorio, cubierto de pintura, antes de que les trajeran los muebles.